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iglesia católica

Lun 7 Jul 2025

Así va la CXIX Asamblea: Obispos colombianos analizan desafíos y oportunidades de su misión ante crisis nacional

Los obispos colombianos iniciaron su CXIX Asamblea Plenaria priorizando el análisis de la realidad nacional y regional. Un panel con expertos, asesores del Servicio Episcopal para el Perdón, la Reconciliación y la Paz conformado por los obispos durante la asamblea pasada, así como sesiones de trabajo por provincias eclesiásticas, dieron paso a un diagnóstico que reveló patrones alarmantes de violencia, abandono estatal y economías ilegales que siguen fracturando al país desde los territorios.Durante la instalación del encuentro, monseñor Francisco Javier Múnera Correa, arzobispo de Cartagena y presidente de la Conferencia, manifestó la preocupación del episcopado ante el complejo y fragmentado panorama político que tiene la nación, que, según refirió, debilita la visión colectiva, el sentido de pertenencia y la defensa institucional.Más tarde, en el análisis de la realidad nacional, se desarrolló un panel al que invitaron a tres miembros del equipo asesor del Servicio Episcopal para el Perdón, la Reconciliación y la Paz de la Conferencia Episcopal, conformado durante la pasada asamblea, para dar una respuesta más integral al país en esta materia: María Victoria Llorente, directora de la Fundación Ideas para la Paz, Ernesto Borda, consultor en gestión estratégica de riesgos y el sacerdote jesuita John Jairo Montoya, delegado de la Iglesia para el acompañamiento a la Mesa de diálogo con el EMBF- FARC. Durante el diálogo, moderado por el sacerdote eudista Camilo Bernal Hadad, parte de este mismo equipo, los expertos centraron sus reflexiones en tres niveles: paz y seguridad; Colombia en el panorama mundial y los esfuerzos de solución política a la violencia.Tras este panel, los prelados trasladaron su análisis al panorama regional. Por grupos de provincias, discernieron sobre los desafíos actuales en esos territorios y la necesidad avanzar con hechos concretos a nivel de región para no caer en la tentación de verse superados por el mal y la violencia."Cuando el Estado no llega, los ilegales escriben las reglas", afirmó monseñor Omar de Jesús Mejía Giraldo, tras el análisis realizado en su grupo, integrado por los obispos de las provincias eclesiásticas de Florencia y Villavicencio. El prelado compartió una de las ideas planteadas:"Tener conciencia de que nuestra presencia tiene que ser sobria pero significativa. Es decir, que nuestra tarea evangelizadora conduzca a la paz...Tenemos también la idea de seguir haciendo las peregrinaciones de la vida y la esperanza allí, en aquellos territorios donde la gente más ha sufrido por alguna masacre, por alguna situación de violencia".Monseñor Orlando Olave, obispo de Ocaña, dio cuenta de una de las realidades compartidas en las jurisdicciones que conforman las provincias eclesiásticas de Bucaramanga y Nueva Pamplona:"Es esa ausencia del Estado [...] que tiene como resultado la presencia de actores armados que van copando esos territorios. Ese elemento que alimenta esa situación de violencia [...] es la misma realidad de lo ilegal, no solamente el narcotráfico, sino también la minería, pero también los cobros y extorsiones".Pese a esta compleja situación, el prelado afirmó que la Iglesia seguirá caminando en la esperanza que proviene de Dios. Destacó la presencia permanente que tienen párrocos, agentes de pastoral y catequistas en esos territorios para continuar esta misión.Por su parte, monseñor Omar Sánchez destacó la importancia de coordinación entre las jurisdicciones de las provincias eclesiásticas de Popayán y Cali para acompañar de forma más consistente e integral a tantas comunidades que hoy están sufriendo en esas zonas críticas del pacífico y suroccidente del país:“Alentar en la esperanza a partir de nuestros planes de pastoral, llevados a su máxima expresión a partir de un trabajo de unidad episcopal donde nos hagamos visible en las crisis a partir de unos procesos, con las estructuras que ya tenemos de nuestras pastorales sociales que han sido de gran aliento para las comunidades en momentos de crisis. De modo que podamos servir de puente de diálogo, de encuentro, sin que seamos nosotros la solución, podamos sumar como parte de la solución con otros sectores sociales y otros sectores que necesariamente deben involucrarse para poder ayudarle a los territorios a ir resolviendo".Sobre estos y otros acontecimientos, conozca más detalles a través del informativo del Episcopado Colombiano. Vea a continuación la emisión de este lunes 7 de julio:

Lun 7 Jul 2025

Descubrir a Dios en los detalles: Lectura Orante en medio de la sencillez

Por Pbro. Mauricio Rey - Dios habita también en los silencios del hogar. Hay momentos en la vida familiar en los que todo parece desbordarse. Las prisas del día, el ruido de la ciudad, las tareas acumuladas, las emociones enredadas. Hay días en los que no se llega a rezar ni un Padrenuestro, en los que el alma se siente seca, sin palabras para elevar a Dios. Y sin embargo, ahí mismo, en medio del caos aparente de la cotidianidad, la oración acontece.No siempre oramos de rodillas. No siempre oramos con las manos juntas, ni con los labios en movimiento. Hay oraciones que no se pronuncian externamente, pero que suben como incienso invisible al corazón de Dios. Hay plegarias escondidas en la mirada cansada de una madre, en las manos callosas de un padre, en la ternura espontánea de un niño, en el perdón ofrecido sin condiciones. Oramos sin darnos cuenta, porque el amor verdadero siempre termina acercándonos a la oración. Quizá no recordamos completamente el último salmo que leímos, pero sí recordamos cómo abrazamos al que estaba triste. Quizá no logramos mantener una perfecta rutina devocional, pero sí seguimos poniendo el corazón entero en cada comida compartida, en cada ropa lavada, en cada noche sin dormir por atender al ser querido. Y eso, aunque a veces no lo entendamos así, es oración pura. Una oración hecha de carne, de tiempo, de renuncia, de presencia. Una oración que no se escucha con los oídos, pero que el cielo acoge con gran ternura.Hay un santuario que no necesita paredes ni vitrales: el hogar. Ese espacio imperfecto donde convivimos con nuestras luces y sombras, donde reímos y lloramos, donde tropezamos y nos volvemos a levantar. Allí, en ese lugar sagrado sin cúpula, la fe se vuelve vida. No es la fe que se exhibe, sino la fe que se entrega. No es la que se grita, sino la que se sirve. Es la fe que acompaña al enfermo, que abraza al que se equivoca, que cocina con amor aun cuando el alma esté cansada, o la comida escaseada. Es esa fe que se pronuncia en pequeños gestos, que se encarna en el silencio de quienes aman sin medida, pues esa es la única medida.Oramos cuando decidimos escuchar sin interrumpir. Cuando, a pesar de estar agotados, preguntamos al otro cómo está. Cuando perdonamos sin esperar que el otro lo entienda todo. Cuando hacemos espacio en nuestra agenda para acompañar al que nos necesita, sin anunciarlo. Cuando seguimos amando aunque no recibamos respuestas, aunque duela, aunque nos sintamos invisibles. Todo eso, aunque no lo nombremos oración, es oración auténtica, porque nace del mismo Espíritu que animó a Jesús de Nazareth en su entrega cotidiana.Y es que muchas veces hemos reducido la oración a un ejercicio verbal, olvidando que Jesús mismo pasó buena parte de su vida orando con su existencia, trabajando con sus manos, escuchando con paciencia, caminando con los suyos, cuidando las heridas de los pobres, llorando con los que lloraban, acercando y sirviendo a todos en la mesa. Su vida ha sido una liturgia viviente, una eucaristía permanente, una oración encarnada. Lo mismo puede suceder d si en nuestras familias, cuando vivimos cada día con un amor que no se agota.¿Cómo no va a ser oración la ternura de una abuela que acaricia la cabeza de su nieto mientras duerme? ¿Cómo no va a ser sagrada la risa compartida en medio de un almuerzo sencillo en familia? ¿Cómo no será una plegaria esa mano que limpia una herida, que recoge el desorden sin reproches, que consuela con su sola presencia?Dios está allí, sin duda. Presente, activo, silencioso, pero profundamente conmovido. Porque Dios no necesita grandes palabras para escuchar. Él escucha el amor. Lo reconoce. Lo celebra. Comúnmente hemos creído que para orar hay que tener tiempo, técnicas y hasta fórmulas. Pero el amor y por tanto la oración ocurre también en lo simple y sencillo, en lo inesperado, en lo que no siempre es reconocido por los demás. Las familias que aman, que se esfuerzan, que cuidan, que perseveran, a pesar de todo, están haciendo teología sin saberlo. Están pronunciando el nombre de Dios sin articularlo. Están edificando el Reino sin necesidad de grandes discursos.Están orando. Cuántas madres oran sin saberlo, mientras preparan el uniforme del hijo que se resiste para ir al colegio. Cuántos padres oran cuando se privan personalmente de algo para que no falte lo necesario en casa. Cuántos hijos oran cuando escuchan, cuando sirven, cuando devuelven una caricia sin pedir nada a cambio. Cuántos abuelos oran al seguir esperando una visita, al seguir creyendo en sus hijos aunque no lleguen. La oración verdadera está hecha de humo, de entrega cotidiana, de amor silencioso.Por tanto, si hoy no has podido rezar como quisieras, no te sientas mal. No pienses que tu fe se ha apagado. Tal vez has orado, de manera distinta, más de lo que imaginas. Tal vez, sin darte cuenta, has dicho a Dios con tus actos lo que otros no han logrado decir con palabras. Tal vez tu cansancio es también una súplica, tu perseverancia un salmo, tu fidelidad una ofrenda. Porque cuando el amor guía tus gestos, tu vida entera se vuelve oración viviente.Y en ese tipo de oración, Dios se complace. No porque sea perfecta, sino porque es real. Porque nace del corazón y se convierte en entrega verdadera. Porque no busca aplausos, ni respuestas inmediatas, ni méritos espirituales. Porque simplemente ama. Y donde hay amor, allí está Dios. Y donde está Dios, allí todo se vuelve sagrado. Así que sigue amando. Sigue sirviendo. Sigue acompañando. Sigue levantándote cada día con la esperanza entre las manos. Aunque no lo sepas, aunque no lo digas, aunque no lo sientas, con tu mayor entrega sigue orando. Y allí, en profunda calma, Dios, silencioso, te escucha. Y sonríe.Pbro. Mauricio Rey SepúlvedaDirector del Secretariado Nacional de Pastoral Social - Cáritas Colombiana

Vie 27 Jun 2025

¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos Confío!

Por Mons. José Libardo Garcés Monsalve - El mes de junio está consagrado en la Iglesia para contemplar el Crucificado y mirar en Él su costado traspasado y orar con corazón limpio diciendo: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos Confío! Esta oración nos pone en una actitud de pobreza evangélica, es decir, en una confianza total en el Señor; poniendo nuestra vida en sus manos, presentándole nuestras fatigas diarias y pidiendo que perdone nuestros pecados. Esta certeza la tenemos en su misma Palabra: “Vengan a mí, los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su vida. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30).No hay nada más agobiante que el pecado en la propia vida, que causa amargura y destruye la propia existencia, deteriorando la relación con Dios y con los demás. Por eso, hay que contemplar el Crucificado, para recibir la gracia del perdón por nuestros pecados y el alivio que brota del Corazón amoroso de Jesús, que es rico en misericordia. Que sigue teniendo compasión de nosotros y del mundo entero, para que ninguno se pierda, porque “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 33, 11), ya que Él no vino al mundo para juzgar y condenar, sino para salvar (Cf. Jn 12, 47) y ofrecer a todos, una vida nueva que brota de su amor y misericordia.Muchos seres humanos en el mundo viven llenos de odio, resentimiento, rencor, venganza que causan violencia y muerte; todos estos males se producen en el corazón humano que está dividido y enfermo. Ya desde el antiguo testamento el profeta Jeremías experimentó esta realidad cuando afirmó: “Nada más falso y enfermo que el corazón del hombre” (Jer 17, 9) y Jesús en el Evangelio nos lo afirma cuando dice: “Sin embargo lo que sale de la boca viene del corazón, y eso es lo que mancha al hombre. Porque del corazón vienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las injurias. Eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15, 18-20). Quedando claro que al revisar nuestra vida podemos encontrar nuestro corazón lleno de odio y resentimiento que causa maldad, división y violencia en cada familia y en la sociedad.Frente a esta realidad que está en el interior de cada uno de nosotros, Jesucristo es nuestra esperanza, “una esperanza que no defrauda” (Rm 5, 5a). Él viene a ofrecernos su perdón y su misericordia, que brotan de su corazón que está lleno de amor para con cada uno de nosotros. Él viene a sanar las dolencias internas y darnos paz y sosiego en medio de tanta división, porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5b). Él quiere quedarse para habitar en cada corazón y en cada familia y darnos su perdón misericordioso. Hoy se hace más necesaria la súplica al Señor ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!, reconociéndolo en el sacramento de la Reconciliación cuando somos perdonados; en la Eucaristía, donde somos alimentados con su cuerpo y con su sangre; para darnos vida en abundancia y la salvación eterna. Lo vivimos con un corazón grande para amar, para llegar hasta Él y descansar en Él en los momentos más difíciles de nuestra vida.Todos necesitamos la humildad y mansedumbre del corazón traspasado de Jesucristo, para volver a tomar el rumbo personal y familiar, marcado por tanta dificultad y confusión por la que pasamos a causa de la pérdida del sentido de Dios, “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 22, 4). Todos necesitamos del perdón y la reconciliación que vienen del Corazón amoroso de Jesús para vivir reconciliados y en paz en nuestras familias y en la sociedad, “Tu bondad y tu misericordia me acompañan” (Sal 22, 6). Cuánto bien nos hace dejar que Jesús vuelva a habitar en nuestro corazón y nos lance a amarnos los unos a los otros con su Corazón lleno de amor. Por esto, tenemos que orar y pedirle al Señor que venga en nuestro auxilio, por eso le decimos con fe y esperanza, ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!La gracia que nos da la misericordia de Dios con el perdón que gratuitamente nos ofrece Jesucristo, la recibimos como Palabra de Dios que nos libera de la esclavitud del pecado que nos divide y llena el corazón de odio y resentimiento, para darnos capacidad de amar y transmitir a los demás la misericordia con el amor del Corazón de Jesús, “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. “Con cuánta más razón, pues, justificados por su sangre, seremos por Él salvados del castigo” (Rm 5, 8).Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo por el Corazón de Cristo. Dios Padre, en efecto, es quien, en el Corazón de Cristo nos perdona, no tomando en cuenta nuestros pecados. Es por esto que la Iglesia nos suplica, por las entrañas de Cristo: Dejémonos reconciliar con Dios y nos invita a confiar en el Señor, repitiendo siempre: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío! Alimentados con la Eucaristía y fortalecidos con la oración, recibamos del Señor las palabras: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José, alcancen del Señor la misericordia y el perdón y un corazón grande para amar.En unión de oraciones, reciban mi bendición.+José Libardo Garcés MonsalveObispo de la Diócesis de Cúcuta

Vie 20 Jun 2025

El oído del discípulo: Cuando escuchar se convierte en misión

Por Pbro. Mauricio Rey - En algunos momentos muy particulares de la vida no todos sabemos escuchar. No todos queremos escuchar. No todos podemos escuchar.En una época donde se premia al que más habla, al que más publica, al que más grita... escuchar parece cosa de ingenuos, de débiles, de los que se quedan en segundo plano. Pero no. Escuchar no es rendirse. Escuchar no es callar por miedo. Escuchar, cuando se hace desde lo profundo del corazón, es un acto de valentía espiritual. Escuchar puede ser una de las formas más poderosas de amar. Y cuando se escucha con el corazón dispuesto, se entra en el terreno sagrado, donde el otro, puede ser realmente quien es, sin ser juzgado. El oído del discípulo no se forma en la teoría, se forma en la vida. Se forma cuando alguien se atreve a quedarse junto al que llora sin entender por qué. Se forma cuando el otro habla desordenado, repite cosas, se contradice... y uno sigue ahí. Sin corregir, sin huir, sin poner reloj. Se forma cuando un joven dice que ya no cree, y quien lo escucha no lo juzga ni sermonea, sino que lo abraza con el alma. Se forma cuando una madre, un líder, un amigo, deja de pensar en lo que va a decir después, y simplemente escucha con el cuerpo entero.¿Cuántas veces nos han escuchado de verdad? ¿Cuántas veces hemos sentido que alguien nos prestaba su alma, no solo su tiempo? ¿Cuántas veces nos hemos sentido acompañados sin palabras? Ese tipo de escucha que no interrumpe, que no da consejos forzados, que no minimiza lo que uno siente. Esa escucha que se vuelve casa, pozo, refugio, y sobre todo, silencio habitado de sentido en plenitud. Jesús escuchaba así. A los suyos, a los marginados, a los excluidos, a los niños, a los que no tenían voz. No solo les respondía; los dejaba ser. No corregía de inmediato, ni se apresuraba a enseñar. Escuchaba hasta el fondo. Y cuando hablaba, sus palabras caían como semillas bien sembradas. Jesús no interrumpía el dolor, lo acogía. Por eso transformaba desde lo más profundo del corazón. Y entonces el oído del discípulo no es solo un sentido; es una actitud, una decisión, una forma de ser y estar en el mundo. Porque cuando un discípulo aprende a escuchar, deja de buscar solamente tener razón. Y empieza a buscar la verdad del otro. Deja de mirar para responder, y empieza a mirar para comprender. Y eso, desde la potencia del Evangelio, es capaz de sanar y transformar.Muchas heridas no se curan con palabras. Muchas búsquedas no necesitan una doctrina, sino una presencia que diga: “Te escucho, estoy aquí, no tienes que explicarlo todo”. Y eso vale más que mil palabras. Hay personas que nunca olvidan a quien les escuchó, cuando nadie más lo hizo. Hay niños que florecen cuando alguien les escucha de verdad. Hay comunidades que sanan cuando la Iglesia deja de solo dar respuestas, y empieza a escuchar sus procesos. Escuchar, entonces, no es pasividad, es misión, es comunión, es discernimiento. No todo se trata de ir lejos, de predicar en multitudes, de dar conceptos. A veces la misión más concreta es detenerse, mirar, hacer silencio, contemplar y prestar el oído con el alma limpia. Ahí se siembra el Reino de Dios, desde el silencio, sin escándalo, sin micrófono, sin espectáculo ni rumor.La escucha del discípulo también es incómoda. Porque no todo lo que se oye es bonito, ni fácil de procesar. A veces se escucha el dolor crudo, el odio no resuelto, la tristeza acumulada, el grito ahogado... y no se sabe qué hacer. Pero está. Y en ese estar, Dios actúa. Porque no se trata de solucionar todo, sino de mantenerse en pie y no huir. De no callar lo ajeno. De no reducir al otro a una frase corta o a una conclusión final. Hay que quedarse. Aunque duela. Aunque no sepamos qué decir. El oído del discípulo no es indiferente. Tampoco impaciente. No busca aprovecharse de lo que escucha, y mucho menos, usarlo para controlar. El verdadero discípulo guarda lo que escucha como quien cuida un tesoro. No repite, no expone, no traiciona la confianza. Escucha y ora. Escucha y ama. Escucha y se deja tocar.Y aquí viene lo más fuerte, no se puede escuchar de verdad si uno no se ha dejado escuchar primero. Por Dios, por alguien, por uno mismo. El que nunca fue acogido, el que nunca fue escuchado con amor, difícilmente sabrá cómo hacerlo con otros. Por eso, a veces, el primer paso es reconocer cuánto necesitamos ser escuchados nosotros también. Reconocer que hay un clamor en nuestro interior que pide lo mismo que los demás: espacio, compasión, acogida. Solo cuando nos dejamos escuchar por Dios en la oración desnuda, en el silencio verdadero, podemos empezar a escuchar a los demás, como Él lo haría.Por eso, la escucha del discípulo no es estrategia, es espiritualidad, es encarnación, es entrega, es dejar que la vida del otro entre en la nuestra sin condiciones. Es hacer de nuestro corazón una tierra buena, donde el otro pueda reposar, aunque sea solo por un rato, nada más. La Iglesia necesita más oídos abiertos y menos respuestas automáticas. Necesita menos prisas y más presencia. Necesita discípulos que no teman sentarse en el suelo con los que lloran, ni escuchar en silencio a los que dudan. Porque el Reino de Dios no se impone. Se escucha. Y si aún dudamos de cuánto bien puede hacer una escucha verdadera, pensemos en aquella vez que alguien nos escuchó en verdad. Sin señalar, sin juzgar, sin apurar. Solo estuvo. ¿No fue eso una forma cercana de salvación? Tal vez la pregunta hoy no sea: ¿qué vamos a decir al mundo?, sino ¿qué estamos dispuestos a escuchar de él?Pbro. Mauricio Rey SepúlvedaDirector del Secretariado Nacional de Pastoral Social - Cáritas Colombiana

Mar 17 Jun 2025

Política y ética

Por Mons. Ricardo Tobón Restrepo - Estamos viviendo un momento preocupante en nuestro país. Hay incertidumbre política, se difunde un inaceptable lenguaje de odio, se está incrementando peligrosamente la violencia en varias regiones, se percibe un debilitamiento de la Fuerza Pública, se presentan dificultades en la estabilidad fiscal, se abren puertas a la impunidad en nombre de la paz, no cesan las acciones del narcotráfico, se quiere desconocer o degradar el Estado de Derecho, se resquebraja la unidad nacional, el sistema democrático puede estar en peligro, se van acumulando el resentimiento y el miedo.Esta situación obliga a pensar en el sentido y la forma de hacer política. Toda persona humana tiene conciencia política porque necesita vivir con otros el razonamiento, el encuentro, el intercambio, la proyección al futuro y la reconciliación. Esto implica acordar un plan común y dirimir las diferencias con el diálogo y no con la violencia. Se requiere renunciar a los deseos, intereses y proyectos propios para optar por el bien común, respetando los derechos de los demás. No puede entenderse la política como un negocio o una plataforma de poder, sino como un servicio que conlleva la cooperación de todos.Cuando esto no se da, vienen la inequidad social, la corrupción, la desorientación de la juventud, el incremento de corrientes migratorias, la desintegración de las instituciones, la violencia en múltiples formas, la pobreza. A la raíz, se puede constatar siempre la arrogancia de los que se sienten superiores, los intereses mezquinos que venden la conciencia y la verdad por cualquier ventaja económica, el egoísmo que genera las desigualdades sociales, la falta de formación socio-política para ver lo mejor y lo que es posible realizar y, finalmente, la falta de compromiso de todos.Es lamentable que, frente a la realidad política, con frecuencia los ciudadanos nos marginemos o nos resignemos. Pericles decía que quien no participa en la vida de la ciudad no es una persona pacífica sino inútil. El peor analfabeto, para Bertolt Brech, es el analfabeto político: no sabe siquiera que el costo de la vida depende de decisiones políticas. Maquiavelo, por su parte, advirtió que si no hay ciudadanos capaces de vigilar, resistir e implicarse en la búsqueda del bien común, la república muere y se convierte en el lugar donde unos pocos dominan y todos los demás sirven.En efecto, se llega a un país que no sabe a dónde va ni cómo debe dirigir su camino, que depende de la veleidad del gobierno de turno siempre queriendo inventar en su período todo de nuevo. Así se puede caer en propuestas improvisadas para cambiar arbitrariamente el paradigma de la política y de la economía, para destruir la institucionalidad y aun para afectar el sistema democrático. Este inadecuado proceso puede traer también el cansancio y el agotamiento del pueblo que conduce, aunque sea un suicidio, a aceptar alternativas improvisadas sin medir realmente sus alcances y consecuencias.Es preciso cuidar una verdadera forma de hacer política sobre la base de la justicia social, los valores fundamentales y la convivencia pacífica. La comunidad, a través de partidos sólidos y de movimientos sociales bien orientados, tiene que asumir la vigilancia y la participación ciudadana a fin de defender la dignidad de las personas, la libertad, la verdad, la justicia, el bien común y conducir un comportamiento político marcado por la moral. El desprecio de la ética lleva a una relación promiscua entre los intereses públicos y privados, que siempre genera escándalos de corrupción, mentira y diversas formas de violencia.El momento que estamos viviendo en Colombia exige reflexionar a fondo y tomar decisiones con lucidez y coraje. No puede ser hora de un lenguaje incendiario y de odio o de seguir la actitud mecánica de quien se margina o de quien se irrita y mata. Es necesario buscar dónde están las equivocaciones y qué debemos hacer de un modo concreto. Hay que reforzar la construcción moral que afiance el orden social en valores fundamentales, respaldar las personas íntegras y los proyectos válidos para el país, no dejarnos llevar del miedo o la apatía. Urge cuidar la democracia, la institucionalidad y la unidad nacional. Este es un momento en que es necesario orar mucho, fomentar un serio compromiso político y mantener la cordura y la esperanza.+ Ricardo Tobón RestrepoArzobispo de Medellín

Mar 17 Jun 2025

“Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11, 24)

Mons. José Libardo Garcés Monsalve - Avanzando en el desarrollo del Plan de Evangelización de nuestra Diócesis, hacemos nuestro el mandato del Señor a la misión que nos dice: Sean mis testigos (Hch 1, 8) y para este mes de junio, “Compartan con el necesitado”, con el momento significativo del Corpus Christi, el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Solemnidad que celebramos el próximo domingo, recordando que Jesús se nos da como alimento que nos lleva a la vida eterna: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). La eucaristía es el alimento de la vida, que en esta tierra nos da fortaleza para cumplir con nuestra misión y en la eternidad nos da la salvación.El sacramento de salvación por excelencia es el misterio pascual, que tiene su expresión sacramental en la eucaristía, del cual nace la Iglesia, ya que la Iglesia es Cuerpo de Cristo, porque Cristo ha entregado su cuerpo y su sangre para alimentarnos y llegar a ser uno con Él, “el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza en mi Sangre; hagan esto cada vez que lo beban, en memoria mía’ (1Cor 11, 23 - 25).El don de la eucaristía ha sido entregado por Jesús en la última cena, cuando también regaló a la Iglesia el don del sacerdocio y el mandamiento del amor. El memorial de la eucaristía está en estrecha relación con el don del sacerdocio ministerial, cuya institución la Iglesia ha visto vinculada en el mandato del Señor “Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11, 25); de tal manera, que son los sacerdotes quienes actualizan ese memorial eucarístico de generación en generación, porque, “la eucaristía es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la eucaristía y a la vez que ella” (Ecclesia De Eucharistia, 31).La eucaristía es el memorial del Señor, de su pasión, muerte y resurrección, un don hecho de una vez para siempre, que se viene actualizando a lo largo de la historia, donde sucede el sacrificio del Señor que se nos da como alimento y nos entrega la salvación. Así lo expresa san Juan Pablo II: “Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de Salvación y se realiza la obra de nuestra redención” (Ibid, 11).Con esto entendemos que la eucaristía es el don más precioso y más sublime que recibimos cuando comulgamos, porque es el mismo Jesucristo que se nos da como alimento, es la entrega de todo su ser por la salvación de todos nosotros. Así lo enseña san Juan Pablo II: “La Iglesia ha recibido la eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos” (Ibid). De tal manera, que un cristiano no tiene que confundirse buscando apariciones, comprando aceites o llenándose de cosas superficiales. En la eucaristía encontramos lo más sublime, a Jesucristo mismo que nos salva.La Iglesia tiene como centro a Jesucristo que desde el sacrificio redentor en la cruz, nos ofrece su perdón y reconciliación, para que limpios de corazón podamos llegar hasta el Padre que espera el regreso del hijo que se ha perdido, para acogerlo en la gran fiesta del banquete celestial, que se realiza en esta tierra en cada eucaristía. San Juan Pablo II nos lo enseña cuando afirma: “El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la eucaristía son un único sacrificio. La misa hace presente el sacrificio de la Cruz. La naturaleza sacrificial del misterio eucarístico no puede ser entendida, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia indirecta al sacrificio del Calvario” (Ibid, 12).Así pues, todos los creyentes entendemos que eucaristía y Crucificado forman una unidad, cuando participamos de la eucaristía adoramos a Jesucristo presente en el altar y levantamos la mirada y contemplamos el Crucificado y ahí entendemos todo el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Ahí comprendemos el sacrificio redentor, la entrega total de su vida por cada uno de nosotros.Es muy importante contemplar la unidad que se da en el presbiterio entre altar y crucificado, porque allí está un solo Señor, Jesucristo ofreciéndose por la salvación de todos. Por esto, en el presbiterio siempre se ha de tener en el centro un Crucificado y no una imagen de un santo, ni tampoco ninguna devoción, ni advocación especial. Allí se tendrá la síntesis del sacrificio redentor, que es Jesús Crucificado, que con el altar eucarístico forman una perfecta unidad, de donde brota la oración contemplativa del creyente, de rodillas frente al Santísimo Sacramento, adorando la eucaristía y mirando, abrazando y contemplando el Crucificado.Oremos todos los días de rodillas frente al Santísimo Sacramento, adorando la eucaristía y contemplando el Crucificado, pidiendo que podamos dar a la eucaristía todo el relieve que merece, poniendo todo el esmero por vivir la eucaristía con la mayor dignidad posible. Que, al celebrar el Corpus Christi, podamos tomar conciencia de la grandeza del don que se nos ha dado en la eucaristía. Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José que custodiaron a Nuestro Señor Jesucristo, alcancen del Señor para nosotros la gracia de contemplar y adorar la eucaristía con fervor espiritual.En unión de oraciones, reciban mi bendición.+José Libardo Garcés MonsalveObispo de la Diócesis de Cúcuta

Mié 4 Jun 2025

Sinodalidad: El Evangelio hecho camino compartido

Por Pbro. Mauricio Rey - En muchos momentos de la vida, las personas sienten que caminan solas, que cargan responsabilidades sin ser tenidas en cuenta, que sus palabras no cambian nada. Esa misma experiencia, con sus heridas y silencios, también se ha vivido dentro de la Iglesia. Quienes aman profundamente su fe muchas veces han sentido que no tienen lugar para hablar desde su experiencia, ni espacio para participar en las decisiones que también les afectan. Ante esta realidad, el Papa Francisco ha hecho una convocatoria clara y necesaria, pues nos llama a volver al modo de Jesús, es decir, recuperar el estilo original del Evangelio. Esa forma concreta de ser Iglesia tiene un nombre exigente y contundente: Sinodalidad.La sinodalidad no es un modelo organizativo; es el retorno a una forma de vida eclesial en coherencia con el Evangelio, es una respuesta madura y consciente ante los desafíos de nuestro tiempo actual. Supone comprender que la Iglesia no se edifica desde las cúpulas, sino desde el encuentro, desde la escucha, desde la comunión. Que todos, laicos, consagrados, pastores, somos responsables de la vida de la Iglesia, porque todos hemos recibido el Espíritu en el Bautismo y la Confirmación. Esto se plantea como una convicción vivida, todos tenemos una palabra que ofrecer, una historia que contar, una luz que aportar al discernimiento común. El Concilio Vaticano II ya nos recordó que la Iglesia es el Pueblo de Dios en camino, no una minoría iluminada que decide por el resto, sino una comunidad donde cada persona tiene un lugar, una dignidad y una misión. La sinodalidad recoge ese llamado y lo actualiza para nuestro tiempo, quiere formar una Iglesia que no tema escucharse, que no tema dialogar, que no tema caminar juntos, incluso cuando el camino sea incierto, difícil o complejo.Sin embargo, esta llamada toca nuestras resistencias, pues nos exige una conversión integral. Porque caminar juntos implica renunciar al control, requiere humildad, paciencia, abrirse a la escucha, aceptar el tiempo del otro; implica aceptar que el Espíritu Santo actúa más allá de nuestros esquemas, permitiendo que pueda hablar por medio de quien menos imaginamos, y que de esta manera, ninguna vocación cristiana puede vivirse aislada del resto del Cuerpo de Cristo. Implica crear espacios reales de diálogo, donde no se decida todo desde los escritorios, sino desde el encuentro con la vida cotidiana de las personas en contextos concretos. Por eso, la sinodalidad también es una conversión espiritual, pues conlleva pasar de la autorreferencialidad al discernimiento comunitario, del individualismo eclesial al nosotros eclesial, de la comodidad de lo establecido al dinamismo del Espíritu.Todo esto se concreta en lo cotidiano. Una comunidad sinodal es aquella donde las decisiones no se imponen desde arriba sin diálogo, sino que se toman a la luz de la Palabra y la experiencia del pueblo fiel. Una parroquia sinodal es aquella que escucha activamente a sus agentes pastorales, a los jóvenes, a las mujeres, a los adultos mayores, a los pobres, y no los deja fuera del proceso pastoral. Una Iglesia sinodal es aquella que reconoce que su credibilidad se juega no sólo en lo que anuncia, sino en cómo vive internamente la comunión, la participación y la corresponsabilidad en su misión. Muchos están cansados de instituciones que excluyen o que solo hablan desde la distancia. La sinodalidad responde a ese cansancio con una firme propuesta, que caminemos juntos como hermanos, no como competidores; escuchar para transformar, no solo para cumplir; construir juntos una Iglesia que nos acerque mucho más al Reino que Jesús anunció.Esto no significa que todo se decida por mayoría ni que todo se relativice. No se trata de diluir la verdad, sino de buscarla juntos, sabiendo que el Espíritu Santo guía a toda la Iglesia, no solo a unos pocos. La sinodalidad no reemplaza el Magisterio, lo enriquece desde la escucha del sensus fidei del pueblo fiel. No debilita la autoridad, la purifica y la humaniza. No es desorden, es comunión vivida con plena madurez. Nos invita a preguntarnos con honestidad cómo vivimos nuestra fe cristiana eclesialmente, cómo la transmitimos, y si nuestras estructuras ayudan o dificultan su testimonio.Y cuando se vive con autenticidad, la sinodalidad no solo transforma la Iglesia, sana también las heridas del alma. Porque todos hemos sentido alguna vez lo que significa no ser escuchados. Por eso, una Iglesia sinodal no es solo más evangélica, sino también más humana, más fraterna, más cercana. Más parecida a esa comunidad que anhelamos en nuestras propias familias, en nuestros barrios, en nuestras relaciones. Una Iglesia que no juzga de entrada, que no impone, que no margina; sino que acoge, acompaña, discierne y camina al ritmo del pueblo.Así entendida, la sinodalidad no es simplemente “hacer juntos”. Es discernir juntos, orar juntos, decidir desde una misma fe, pero con todas las voces en la mesa, porque no hay Evangelio sin comunidad; no hay comunidad sin escucha; no hay escucha sin humildad; y no hay humildad sin amor por la verdad. Por eso, la sinodalidad es hoy uno de los rostros más necesarios de la Iglesia. Es el modo concreto de vivir el Evangelio con otros, no como una carga, sino como una gracia compartida. Es una manera de decirle al mundo que sí es posible caminar juntos, decidir sin imponer, vivir la fe sin excluir, buscar la verdad sin miedo, y servir sin dominar.Si la Iglesia quiere responder con verdad a los desafíos del presente, debe ser una Iglesia que escucha, que discierne y que camina con su pueblo. Ese es el llamado. Ese es el camino. Y ese es el Evangelio que nos acompaña siempre, el mismo que hoy estamos llamados a vivir.Pbro. Mauricio Rey SepúlvedaDirector del Secretariado Nacional de Pastoral Social - Cáritas Colombiana

Mar 27 Mayo 2025

De la indiferencia a la ternura social: El clamor de Laudato Si’ en nuestra misión

Por Pbro. Mauricio Rey - En estos días en que se conmemora la publicación de Laudato Si’, vale la pena hacer una pausa sincera, una de esas que nacen no solo de la mente, sino del corazón creyente. Escuchar de nuevo sus palabras es, en realidad, escuchar la voz de Dios que sigue pronunciándose en la historia con ternura, fuerza y verdad. No es una Encíclica más. Es un llamado urgente a convertir nuestra mirada, a reenfocar nuestras prioridades, a recordar que cuidar la creación no es una tarea adicional, sino una expresión directa de la fe.El Papa Francisco nos habla desde el dolor del mundo, desde el grito en silencio de los pobres, desde el sufrimiento de la tierra herida, en su agonía. Y al hablar lo hace como pastor, como hermano y como discípulo. Por eso Laudato Si’ no puede ser interpretada como un discurso verde o como una preocupación de moda. Es una invitación a pasar de la indiferencia al verdadero cuidado, del consumo irresponsable a la responsabilidad común, del egoísmo disfrazado de progreso a la ternura social que cuida, escucha y transforma la realidad.Cuando la Iglesia abraza la ecología integral, no está desviando su misión. Está profundizándola. Porque el Evangelio, cuando se encarna, toca la vida entera, en su profundidad, la economía, la cultura, la política, la forma en que nos relacionamos con los otros y con la tierra. Y hoy, esa encarnación pasa por reconocer que vivimos en un sistema que rompe equilibrios, descarta personas, agota recursos y pone en riesgo nuestra casa común, el don confiado por el Creador para que lo administremos convenientemente los hombres que habitamos la tierra. La fe no puede estar al margen de eso.Lo más provocador de Laudato Si’ es que no se limita a hacer diagnósticos, que en muchos casos son relegados. Laudato Si’ nos propone una espiritualidad, una nueva manera de habitar el mundo, una cultura del encuentro con toda la creación, una nueva manera de vivir en armonía con nuestros bienes comunes. Nos recuerda que no somos dueños absolutos, sino custodios de un don confiado. Que la creación no es un escenario neutro, sino el espacio sagrado donde Dios sigue obrando. Que el grito de la Tierra y el de los pobres son un solo clamor, que exige una sola respuesta, una conversión integral real.Y esta conversión, si es auténtica, toca nuestras prácticas cotidianas, nuestras decisiones institucionales, nuestras prioridades pastorales. No basta con celebrar jornadas ecológicas o incluir temas ambientales en los planes de estudio. Se trata de repensar nuestro modo de vivir la fe, de acompañar a las comunidades, de construir parroquias y estructuras que respiren coherencia entre lo que decimos y lo que vivimos. Hablar de ternura social, como nos inspira el Papa Francisco es optar por una firmeza compasiva. Es rechazar la lógica de la explotación con gestos concretos de cuidado. Es transformar el poder en servicio, el individualismo en responsabilidad compartida, la pasividad en compromiso social. La ternura no es debilidad; es una fuerza que humaniza, que reconstruye, que sostiene la esperanza.Hoy, necesitamos volver a Laudato Si’, no como un texto para recordar, sino como una hoja de ruta para discernir. En ella hay una visión de Iglesia en salida, encarnada, humilde y valiente. Una Iglesia que no teme tocar las heridas del mundo y que no se desentiende de los clamores del tiempo concreto. Una Iglesia que sabe y asume valientemente que cuidar la casa común es cuidar a los más vulnerables, defender la vida y anunciar con gestos concretos que otro mundo es posible, es una Iglesia en salida.La conversión ecológica es una expresión madura del amor cristiano. Y ese amor, cuando se toma en serio, nos empuja a la acción, nos saca de la indiferencia individualista, nos convierte en sembradores de cuidado en medio de la fragilidad. Porque el Evangelio no se contenta con observar, por el contrario, con su fuerza y poder, nos impulsa a transformar la realidad.Pbro. Mauricio Rey SepúlvedaDirector del Secretariado Nacional de Pastoral Social - Cáritas Colombiana