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Laico

Mar 17 Nov 2015

El “Gigante adormecido”

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo – El 18 de noviembre se conmemoran cincuenta años del decreto Apostolicam Actuositatem del Concilio Vaticano II. En el conjunto de los 16 documentos del Concilio, este decreto significó una gran novedad. El tema de los laicos, en efecto, ya se había tratado en las constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, pero se vio la necesidad de subrayar, de un modo específico, la tarea apostólica que les corresponde. Como ha dicho el Papa Francisco, en el mensaje con motivo de este aniversario, el anuncio del Evangelio no está reservado a unos pocos “profesionales de la misión”, sino que “debe ser el anhelo profundo de todos los fieles laicos”. El Concilio, afirma el Papa, “no considera a los laicos como si fueran miembros de segundo orden, sino como discípulos de Cristo, que, en virtud de su bautismo y de su inclusión natural en el mundo, están llamados a animar cualquier entorno, cualquier actividad y relación humana con el espíritu del Evangelio”, llevando “la luz, la esperanza, la caridad recibida de Cristo”. Piensa, además, que este documento es un acontecimiento de gracia, que presenta “una nueva forma de considerar la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo”, donde “participan, a su manera, de la función sacerdotal, profética y real del mismo Cristo”. Los laicos son la inmensa mayoría de los fieles en la Iglesia. Nada menos que el 95% del Pueblo de Dios, el 17% de la población mundial; lo que equivale a más de mil cien millones de personas bautizadas que viven en diversos grados de pertenencia y adhesión, de corresponsabilidad y participación en la vida de la Iglesia. Refiriéndose a esta realidad, un padre en el Sínodo sobre los laicos hablaba del “gigante adormecido”. Nos falta mucho para que esta multitud de laicos vivan la alegría y la responsabilidad del bautismo y asuman su misión evangelizadora en la sociedad contemporánea caracterizada por grandes y rápidas transformaciones. Después de cincuenta años de la conclusión del Concilio, debemos seguir reflexionando sobre la vocación propia de los laicos y debemos continuar buscando que realicen eficazmente su misión. Ellos son la Iglesia en el corazón del mundo. Los fieles laicos, como discípulos y misioneros de Cristo, están llamados a encontrar a Dios en el mundo, en la vida ordinaria de sus familias, en el trabajo cotidiano, en los fenómenos de la vida social y cultural a los que se encuentran integrados. Es allí donde deben, como testigos, hacer presente a Cristo. Los laicos no pueden demorar más el tener conciencia de la llamada que han recibido a la santidad y al apostolado en el mundo. El Concilio Vaticano II señaló una percepción teológica de lo que es el laico y a lo que está llamado: un seguidor de Cristo que desde su realidad humana, llena de responsabilidades y retos seculares, vive su fe e invita a otros a vivirla. En esta perspectiva, algunos desafíos concretos para la misión de los laicos son: testimoniar el Evangelio del matrimonio y de la familia en la vida de cada día; afrontar el tema fundamental de la educación en esta hora en la que hay crisis de verdad y de vida; comprometerse con las situaciones de inequidad, de violencia y de pobreza que viven amplios sectores de la población; aportar en la promoción del bien común en el ámbito de la política y de la transformación social. Para que los laicos puedan vivir su vocación y su misión es preciso que logren una adecuada y completa formación; nadie puede vivir y dar lo que no tiene. Los laicos deben llegar a un conocimiento profundo de Cristo, a una relación personal con él, a una vida nueva desde él, a una pasión por sembrar su Evangelio en el mundo. Es una formación que debe estar informada por una sólida y equilibrada espiritualidad a partir de la Palabra de Dios y de la Liturgia. Es una formación que debe hacerlos capaces de interactuar con los hombres de nuestro tiempo siendo luz y sal en el mundo. Cuánto lograríamos si el “gigante” despertara. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín