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orgullo

Mié 26 Sep 2018

La soberbia y el orgullo nos hacen perder la felicidad

Primera lectura: Nm 11,25-29 Salmo Sal 19(18),8.10.12-13.14 (R. cf. Sab 1,7) Segunda lectura: St 5,1-6 Evangelio: Mc 9,38-43.45.47-48 Introducción La Palabra de Dios nos ofrece hoy poder reflexionar en varios aspectos de nuestra fe: en primer lugar, nos hace ver cómo Dios lleva a su pueblo y se vale del don de su Espíritu extendido a quien quiera recibirlo sin condicionamientos humanos: Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu; el que no está contra nosotros, está a favor nuestro. En segundo lugar, la Palabra nos hace ver la soberbia y el orgullo como la raíz de todo lo que le hace perder al ser humano su felicidad, la cual exige la confianza plena en el Señor: el rico pone su confianza en sus propias fuerzas, el pobre, confía plenamente en el Señor. En tercer lugar, Jesús llama la atención sobre los pequeños, o los débiles. Ningún discípulo del Señor puede ser motivo de escándalo para uno de ellos. ¿Qué dice la Sagrada Escritura? El libro de los números en su capítulo 11 narra las quejas del pueblo durante el camino en el desierto, es decir desde el Sinaí hasta Moab. El nombre Judío del libro es “Bamidbar” que significa “En el desierto”. Los versículos que hoy nos entrega la liturgia para escucharlos, deben colocarse dentro de la llamada “Súplica de Moisés a Dios para que sea Él quien lleve a su Pueblo” (11,10-15). El pueblo se estaba quejando amargamente ante el Señor y añoraba las cebollas y ajos que comía gratis en Egipto. Esta murmuración causaba grave enojo al Señor, quien envIó un fuego que devoró un extremo del campamento (Cfr. Num 11,1). El pueblo reaccionó y pidió a Moisés interceder ante el Señor. En su oración, Moisés le reclama al Señor: “Por qué me has retirado tu confianza y echas sobre mí la carga de todo este pueblo? (Num 11,11). Moisés le expresa al Señor su impotencia: “Yo solo no puedo soportar a este pueblo; es demasiada carga para mí” (Num 11,14). Ante la súplica, el Señor responde al clamor de Moisés, escogiéndose a setenta ancianos de Israel quienes representan al pueblo entero, en efecto, “setenta” significa la totalidad. Entonces, “el Señor bajó en la nube y habló a Moisés; tomó parte del espíritu que había en él y se lo pasó a los setenta ancianos. Cuando el espíritu de Moisés se posó sobre ellos, comenzaron a profetizar” (Num 11,25). “Profetizar” en este caso, no significa comunicar el mensaje de Dios en forma de palabra, como se puede verificar en el profetismo clásico, sino que consiste en demostrar con el propio comportamiento que la fuerza del Espíritu de Dios es y actúa en el mundo, en este mundo concreto. Los ancianos son por consiguiente profetas en el sentido que son testimonio de Dios y de la fuerza de su Espíritu. Todo el pueblo lo puede ver y comprender que Dios está con él y que lo quiere guiar. Se puede observar en este texto, cómo Moisés no es el guía que monopoliza el poder, él lo comunica a otros y así, viene multiplicado. El carisma, no es un bien individual sino un don de Dios para el pueblo; es una fuerza que busca edificar el pueblo de Dios en el mundo. Ahora bien, este don del Espíritu de Dios, no viene condicionado por el hombre, ni siquiera por el mismo Moisés, es libre de condicionamientos humanos. Es por esto por lo que Eldad y Medad, dos ancianos que nos son llamados, profetizan, porque también a ellos ha llegado el don del Espíritu. Josué, el joven siervo de Moisés, representa el escándalo de frente al don inesperado. Ante su observación, cargada de celos, Moisés responde como aquel que habla de verdad con el Espíritu de Dios: “Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu” (Num 11,29). El Salmo 19, hace resonar la importancia del mensaje que hoy Dios nos está comunicando: “No es un mensaje, no son palabras, pero por toda la tierra se extiende su eco” (19,4-5). ¿Qué es lo que debe ser escuchado? ¿Dónde debemos fijar nuestra atención? ¿Por qué el mundo subyace en la oscuridad? La Palabra nos revela qué es lo que hace ciegos a los seres humanos: “Protege también a tu siervo del orgullo, ¡que jamás me domine! Entonces seré irreprochable e inocente del gran pecado (Sal 19,14). Viene denunciado el gran pecado: La soberbia. La carta de Santiago, muestra las consecuencias de la soberbia, expresada en la confianza que se coloca en sí mismo y en los bienes, y no en Dios; aquí viene identificada esta realidad con los “ricos” y su sentido es tomado de Is 5,8-10; Jer 22,13-14; Am 5,11. El pobre, es aquel que, por el contrario, pone su confianza en Dios y no en sí mismo ni en sus bienes: “Felices los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,3). De la soberbia vienen los celos y el individualismo y Dios mismo: “Derriba del trono a los soberbios y engrandece a los humildes” (Luc 1,52). En el Evangelio se nos revela cómo el orgullo de los discípulos se expresa en la pretensión de tener, en cuanto grupo, el monopolio absoluto de Jesús. Aquí el evangelista procura resaltar la apertura que la comunidad cristiana debe tener, respecto a aquellos que, no perteneciendo expresamente a la Iglesia, demuestran frente a ella una actitud de simpatía y benevolencia. Hoy se diría que es necesario escuchar la otra campana; el evangelio se propone, no se impone. Cuando en el texto se leen las palabras de Jesús: “No se lo prohíban, nadie que haga un milagro en mi nombre, puede luego hablar mal de mí; pues el que no está contra nosotros, está a favor nuestro” (Mc 9,39), conviene analizar que el evangelista Marcos pretende exhortar a su comunidad a no atribuirse importancia y más aún, a no exigir para sí el monopolio del Hijo de Dios. Además, en el seno de las primeras comunidades cristianas surgió muy pronto la tentación de monopolizar y fijar en modo rígido las características que debe tener un verdadero seguidor de Jesús. San Pablo, en 1 Cor 12,3, en un contexto donde se habla de las manifestaciones extraordinarias del Espíritu y de la soberanía de Jesús en la vida cotidiana de la comunidad, declara que: “Hasta que uno no se separa expresamente de Jesús (diciendo Jesús es anatema), pertenece a la comunidad”. ¿Qué me dice la Sagrada Escritura? En la historia de la Iglesia con frecuencia ha surgido una tentación: sentirse entre los elegidos y en consecuencia despreciar a los que no están dentro del grupo o condenarles. Creer que sólo unos cuantos poseen el Espíritu de Dios y que los demás deben ser excluidos. Dios misericordioso ama a todos, está dispuesto a entregar todos sus dones a quien quiera recibirlos, como el sol que día a día sale sobre todos, sin distinción de pueblos, razas o costumbres. Jesús se acercó a los excluidos de su época, a los enfermos de lepra a quienes la sociedad separaba del común de las personas; a los pobres, que por su precariedad económica no tenían posibilidad de participar en eventos sociales determinados o tener acceso a ciertos privilegios dados sólo a quienes tienen sus recursos marcados en dinero. Hay un grupo grande de personas, que teniendo un bienestar económico suficiente, cuando han sentido un encuentro con Jesús en su corazón, han colocado los bienes al servicio del prójimo y su misma vida se ha vuelto un servicio constante con su sabiduría adquirida mediante el esfuerzo: médicos, ingenieros, abogados, profesores, especialistas, empresarios. Para poder amar así, es necesario tener el Espíritu del Señor. Y la condición para poder recibirlo es renunciar a la soberbia, al orgullo de creernos más que los demás, poseedores de todos los dones, olvidando que los carismas son “regalos” del Señor para el servicio de los demás. Ya el Bautismo nos incorpora en la muerte de Cristo, para participar de su resurrección. De este regalo se hacen dueños los pequeños, aquellos que al darse cuenta de lo que les hace entrar en la soberbia renuncian a ello: “Si tu ojo te hace caer sácatelo; si tu pie te hace caer, córtatelo; si tu mano te hace caer, córtatela; más te vale entrar manco, cojo o tuerto en el Reino de Dios, el cual se le ha revelado a los humildes, a los pequeños, es decir a los que no ponen sus fuerzas en sí mismos y no se creen “dueños” de la verdad sino que se sienten verdaderos “servidores de Ella”. ¿Qué me sugiere la Palabra que debo decirle a la comunidad? El amor al prójimo es lo que nos identifica como creyentes. Y ¿quién es mi prójimo? Aquel que me desinstala y me saca de mi comodidad. Es tu esposa cuando te ha hecho explotar de ira, por una actitud o una palabra; igualmente es tu esposo cuando te hizo lo mismo; es tu hijo, que ante una corrección te enfrentó y faltó al respeto; o tu hija que con su comportamiento te hizo sentir en medio de la frustración. Es tu jefe, que con una palabra o un tono de voz te “dañó el día” o tu empleado o empleada al no rendir eficazmente en su trabajo. Puede ser también el que no aceptas porque tiene otra confesión religiosa y tú no la compartes o aquel adversario en tu concepción política. Del mismo modo podría ser aquel pueblo migrante que porta consigo unas costumbres diferentes y podrían comprometer la estabilidad política y económica de “mi” país. En fin, se trata del amor al prójimo cuando se vuelve enemigo; esto es lo específico del amor de Dios: “Este es mi mandamiento, que se amen los unos a los otros como yo los he amado”. El papa Francisco es un claro testimonio de este mensaje. En Cuba la respuesta a su visita la dieron no sólo los católicos al igual que en Estados unidos. En Colombia, su mensaje ha tocado a creyentes y no creyentes. El Santo Padre con su testimonio de vida nos enseña que el evangelio es la propuesta para que el ser humano entre en la verdadera felicidad, pero en diálogo con el otro, escuchando la otra campana. Descubriendo qué es lo que nos une y dialogando aquello que nos divide, pero teniendo presente los principios fundamentales del Evangelio que no son negociables. La verdad y el Amor no tienen fronteras ni rejas que separen. Se trata de crear puentes, no muros. ¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión? La iniciación cristiana llevada hasta la celebración de los sacramentos, nos conduce a un conocimiento y a un encuentro personal con Jesucristo. Evangelizar es anunciar la persona y el mensaje de Jesús en todos los ambientes para transformarlos desde dentro. Hoy no podemos presuponer la fe. Ya ha pasado el período de cristiandad en la Iglesia donde pensábamos que todos eran cristianos católicos creyentes. Debemos trabajar con fuerza el primer momento del proceso evangelizador de la Iglesia: La acción misionera. Si no evangelizamos con pasión hoy, lo que ahora es ordinario, dentro de poco será extraordinario y lo que ahora es extraordinario dentro de poco será lo ordinario. Hoy lo ordinario es bautizar a los niños, lo extraordinario es bautizar a los adultos. Si no evangelizamos ardientemente, dentro de poco bautizar a los niños será lo extraordinario y lo ordinario será bautizar a personas de edad adulta; lo que, de una manera positiva, nos exigirá hacer procesos catecumenales a los adultos hasta la madurez de su fe y celebración del bautismo, como nos lo ha exigido el Concilio Vaticano II en su constitución Sacrosanctum Concilium, en el número 64: “Restáurese el catecumenado de adultos, dividido en distintos grados, cuya práctica dependerá del juicio del ordinario del lugar; de esta manera, el tiempo de catecumenado, destinado a la adecuada instrucción, podrá ser santificado con la celebración de los ritos sagrados en tiempos sucesivos”.