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Padre Raúl Ortiz

Lun 7 Dic 2015

Navidad: Muchas luces, poca luz

Por: P. Raúl Ortiz Toro - Discúlpenme el pesimismo pero creo que la celebración de la Navidad se nos salió de las manos. La Navidad, para muchos en el mundo contemporáneo, se llama “fiestas de fin de año” y no tiene sabor a Cristo. La mayoría de la gente, incluso aquellos que se dicen católicos, arregla la casa, pone luces en cada rincón, prepara suculentas cenas, hace el brindis, comparte en familia o con amigos pero sin ningún sentido religioso. Estoy viendo las estadísticas de la línea 123 de la Policía en la Navidad del año pasado, 2014, entregadas a un medio de comunicación nacional: Solo en el caso de Bogotá, que viene siendo una radiografía nacional, en la noche del 24-25 de diciembre “se recibieron 497 casos de uso y manipulación indebida de pólvora, hubo 1157 riñas atendidas por las autoridades, también se presentaron 415 accidentes de tránsito”. Y ese es un pálido informe que refleja solo el número de quienes fueron atendidos por esta línea de emergencias, habría que multiplicar estas cifras por algunos dígitos para ajustarnos a la realidad. ¿Qué traduce esto? Que la Navidad se ha venido desfigurando paulatinamente; pero, en verdad, no es la Navidad sino la sociedad misma la que se ha ido desfigurando; cada vez más desarraigados de la identidad cristiana en esa cultura de la modernidad líquida de la cual ha hablado el sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Pero no es solamente lamentable por el hecho de que los niños ahora crezcan sin saber quién es Jesús porque la familia ya no habla de Dios sino también porque en nombre de la laicidad se cae en el ridículo de una sutil campaña para borrar lo religioso de la escena pública. El año pasado, en la católica Italia, en una escuela de Florencia llamada Cadorna, las profesoras decidieron hacer el “pesebre” pero sustituyeron las imágenes sagradas de Jesús, María y José, por la representación de Caperucita Roja con sus personajes: La niña, el lobo, la abuelita y el cazador. La explicación que dieron es que “se trata de representar una fábula como la de Jesús, pero que tenga una validez más acorde con nuestros tiempos”. Un caso de este año es que en Barcelona (España) el Ayuntamiento no celebrará Navidad sino el Solsticio de Invierno. “Feliz Navidad” se ha convertido en “¡Ven y disfruta del solsticio de invierno!”. Por estos lados creo que no hemos llegado a ese punto pero ya una Representante a la Cámara, colombiana, en días pasados añoraba que siguiéramos la postura de México donde no hay “crucifijo, pesebre, capilla en escenarios públicos o colegios” (Angélica Lozano). Sin embargo, comercialmente ya estamos entrando en esa tónica: el comercio norteamericano ha ido imponiendo Papá Noel como alternativa al Niño Dios y el secularismo ha aplaudido la decisión insistiendo en que la figura del Niño Dios coarta la libertad de cultos; para ellos, una figura más pluralista es un Santa Claus pero ¡vaya sorpresa!, en últimas, se trata también de un personaje cristiano pues es la pobre desfiguración de san Nicolás, obispo de Bari (Italia) en el siglo IV. Ni siquiera allí se libra el laicismo de las raíces cristianas de la cultura. ¿Qué podemos hacer? Se trata de un verdadero reto. En la noche de Navidad se llenan las iglesias pero una parroquia promedio, de 10.000 habitantes, no acoge esa noche a más del 20 por ciento de sus fieles. Los demás estarán en sus cosas, como lo hemos leído en el evangelio del primer domingo de adviento: embotada la mente en los vicios, la bebida y los agobios de la vida (cf. Lucas 21, 34). Vuelve a estar la respuesta en la familia. Tiene que ser nuestro tema recurrente: es en la familia donde el niño aprende que no hay Navidad sin Cristo. Por eso mi pesimismo deja paso al optimismo de saber que la Iglesia se viene comprometiendo cada vez más con ese tema; es compromiso de todos. No dejemos que en esta Navidad haya muchas luces pero ignorando a quien es la verdadera y única Luz: Cristo Jesús. P. Raúl Ortiz Toro Docente del Seminario Mayor San José de Popayán [email protected]

Lun 23 Nov 2015

Post Aborto

Por: P. Raúl Ortiz Toro - Soy hombre. Soy sacerdote. Pero sé que es el aborto. “No tienes útero, ni familia, deja de meterte en lo que no sabes” me gritó una mujer en un foro hace un par de años cuando defendía el tema de la vida humana desde la concepción. Y ante estas insinuaciones siempre he tratado de responder sereno. Porque sí sé de qué estoy hablando. Estoy absolutamente convencido del estatuto de persona del embrión humano; es una convicción que no es mía ni de la Iglesia Católica sino de la naturaleza misma de las cosas. No existe un solo momento en el que podamos decir que la nueva vida que surgió de la unión de los dos gametos sea algo distinto a una persona humana. En ese proceso no hay saltos cualitativos de la esencia: no comienza siendo una célula indiferenciada de un animalito cualquiera y luego, a las doce semanas, ¡abracadabra! Aparece un ser humano. No. Todos fuimos mórula. Lamentablemente, el estatuto de persona del embrión humano ya poco entra en discusión de la ética laicista; parece que ésta ya no juzga importante preguntarse si un embrión es una persona humana, sino salvaguardar los derechos sexuales y reproductivos de la mujer que, por supuesto, son un gran logro (salud, información, equidad, seguridad, etc) pero que exageradamente han ampliado sus linderos hasta la justificación de la muerte, en nombre de una libertad y autonomía falaz: “No importa a quién abortas; lo que importa es que decidas si quieres o no abortar”. Y en esta lógica, el indefenso, la criatura en camino, siempre sale perdiendo. Tengo conocimiento de causa y, en general, todos los sacerdotes conocemos de primera mano las tristes consecuencias de este crimen. Las horas que hemos pasado en el confesionario lo confirman. En mi caso, he recibido lo mismo a mujeres con grandes cargos de conciencia que a mujeres desprevenidas de cualquier juicio moral, pero en ambas la tristeza es la misma. También he recibido hombres, familiares, personas que callaron o hicieron poco por evitarlo, cómplices directos e indirectos, entre ellos farmaceutas, médicos y enfermeras. Tengo en mi mente muchos rostros. Rostros de tristeza, de desolación, de pesimismo ante la vida, de desesperanza. He tenido que secar lágrimas, animar a la sanación espiritual, insistir en que Dios no castiga como un padre inmisericorde sino que espera la conversión hasta un decidido apostolado de Defensa de la Vida. Es cierto que el síndrome post aborto golpea con mayor fuerza a las personas religiosas; pero en mi experiencia me he dado cuenta de que las personas irreligiosas también padecen remordimiento a su modo. Sé que el argumento del síndrome post aborto no es considerado “científicamente” una causa para prohibir el aborto; pero si tan solo se considerara el derecho del indefenso a tener una oportunidad de vida, a recibir la vida como don y oportunidad, las cosas cambiarían. Sé también que la solución no es solamente decir: “Está mal. Es pecado. Es un crimen”. La solución está más en la formación sexual que las familias deben brindar a los hijos invitando a saber administrar el don de la sexualidad sin reducirlo a simple genitalidad. Y la realidad del aborto es por ello una triste consecuencia de la crisis de las familias. En Colombia, la sentencia C-355 de 2006 despenalizó el aborto en tres casos específicos; ahora hay una verdadera cruzada para legalizarlo completamente. El Fiscal piensa que hasta el tercer mes de gestación podría ser legal; el Ministro de Salud va, irresponsablemente, más allá, argumentando que las dificultades para legalizarlo son de carácter procedimental. En entrevista con el diario El Tiempo (14 de noviembre de 2015) se expresa así, mientras leo con terror: “Yo estoy de acuerdo con el aborto legal. Creo además que el tema normativo está casi resuelto y la jurisprudencia de la Corte es suficientemente amplia. Los obstáculos para el aborto legal no son normativos: tienen que ver con el desconocimiento de los derechos ya existentes, con los prejuicios culturales y con la falta de capacidades en el Estado”. Se vienen días duros para la defensa de la vida. P. Raúl Ortiz Toro Docente del Seminario Mayor San José de Popayán [email protected]