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monseñor fernando chica

Mar 26 Ene 2021

Tres encíclicas, tres relaciones

Por: Mons. Fernando Chica Arellano - Desde que fuera elegido Sumo Pontífice, en el año 2013, Francisco ha publicado tres encíclicas: Lumen fidei (2013), sobre la fe; Laudato Si’ (2015), sobre el cuidado de la casa común; y Fratelli tutti (2020), sobre la fraternidad y la amistad social. Pienso que puede ser útil detenernos a hacer una lectura combinada de estos tres escritos del Santo Padre, trazando un cierto hilo conductor entre ellos. Esto nos permitirá aclarar cómo podemos mejorar nuestras relaciones con Dios, con la creación y con los demás. La relación con Dios, el Creador Ya desde su mismo título, la encíclica Lumen Fidei (en adelante, LF) busca “recuperar el carácter luminoso propio de la fe” (LF 4), recordando que “la fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor” (LF 4). En realidad, “la fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre” (LF 8). Es claro que “Dios no se puede reducir a un objeto. Él es Sujeto que se deja conocer y se manifiesta en la relación de persona a persona” (LF 36). Ahora bien, “quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su ‘yo’ se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida” (LF 39). Por eso “la fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el ‘yo’ del fiel y el ‘Tú’ divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al ‘nosotros’, se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia” (LF 39). Es decir, que, “en la fe, el ‘yo’ del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor” (LF 21). Al ensancharse, “la fe se muestra universal, católica, porque su luz crece para iluminar todo el cosmos y toda la historia” (LF 48). “No se trata solo de una solidez interior, una convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas” (LF 50), “ilumina todas las relaciones sociales” (LF 54) y la misma “vida en sociedad” (LF 55). Desde aquí es fácil ver la conexión con las otras dos encíclicas. Por un lado, la historia de la Modernidad nos ha mostrado que intentar construir la fraternidad “sin referencia a un Padre común como fundamento último, no logra subsistir. Es necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad” (LF 54). Por otro lado, la fe, al revelarnos el amor de Dios, “nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla” (LF 55). La relación con la casa común, la Creación Una de las convicciones centrales de la encíclica Laudato Si’ (en adelante, LS) es que “todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás” (LS 70). En otro momento, vuelve el Papa sobre este argumento indicando: “Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra” (LS 92). Por eso “el descuido en el empeño de cultivar y mantener una relación adecuada con el vecino, hacia el cual tengo el deber del cuidado y de la custodia, destruye mi relación interior conmigo mismo, con los demás, con Dios y con la tierra. Cuando todas estas relaciones son descuidadas, cuando la justicia ya no habita en la tierra, la Biblia nos dice que toda la vida está en peligro” (LS 70). Dicho ahora en positivo, esto “implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza” (LS 67). Pero, por lo mismo, necesitamos recuperar “una sana relación con lo creado como una dimensión de la conversión íntegra de la persona” (LS 218).Así, Su Santidad invita “a todos los cristianos a explicitar esta dimensión de su conversión, permitiendo que la fuerza y la luz de la gracia recibida se explayen también en su relación con las demás criaturas y con el mundo que los rodea, y provoque esa sublime fraternidad con todo lo creado” (LS 221). Y es que “no habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano” (LS 118). Dicho de otro modo: “no podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano” (LS 119). Las relaciones de fraternidad, las criaturas La encíclica Fratelli Tutti (en adelante, FT) quiere impulsar una “fraternidad abierta, que permita reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite” (FT 1). Por eso, dice el Papa, “no puedo reducir mi vida a la relación con un pequeño grupo, ni siquiera a mi propia familia, porque es imposible entenderme sin un tejido más amplio de relaciones: no solo el actual sino también el que me precede y me fue configurando a lo largo de mi vida. Mi relación con una persona que aprecio no puede ignorar que esa persona no vive solo por su relación conmigo, ni yo vivo solo por mi referencia a ella. Nuestra relación, si es sana y verdadera, nos abre a los otros que nos amplían y enriquecen” (FT 89). De aquí se sigue que, de acuerdo con la visión cristiana, “el amor no solo se expresa en relaciones íntimas y cercanas, sino también en las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (FT 181). Dos concreciones son la amabilidad y la solidaridad. Escuchemos al Sucesor de Pedro cuando afirma: “El cultivo de la amabilidad no es un detalle menor ni una actitud superficial o burguesa. Puesto que supone valoración y respeto, cuando se hace cultura en una sociedad transfigura profundamente el estilo de vida, las relaciones sociales, el modo de debatir y de confrontar ideas” (FT 224). Por otro lado, la solidaridad significa “luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales” (FT 116). Un aspecto de la mirada católica al mundo es la opción preferencial por los pobres. Así, procurar “la amistad social no implica solamente el acercamiento entre grupos sociales distanciados a partir de algún período conflictivo de la historia, sino también la búsqueda de un reencuentro con los sectores más empobrecidos y vulnerables” (FT 233). “Por consiguiente, un pacto social realista e inclusivo debe ser también un ‘pacto cultural’, que respete y asuma las diversas cosmovisiones, culturas o estilos de vida que coexisten en la sociedad” (FT 219). Conclusión En resumen, las tres encíclicas convergen en subrayar que “para una adecuada relación con el mundo creado no hace falta debilitar la dimensión social del ser humano y tampoco su dimensión trascendente, su apertura al ‘Tú’ divino. Porque no se puede proponer una relación con el ambiente aislada de la relación con las demás personas y con Dios” (LS 119). La misma Biblia nos muestra “que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra” (LS 66). Ojalá que nunca lo olvidemos. Mons. Fernando Chica Arellano Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

Lun 23 Nov 2020

El desperdicio de alimentos: una herida sangrante

Por: Mons. Fernando Chica Arellano - El recrudecimiento de la pandemia en curso está generando ingentes desafíos a la seguridad alimentaria en muchos países, así como crecientes obstáculos para el abastecimiento de los comercios con productos agrícolas, pesqueros y ganaderos. Las medidas de cuarentena, las interrupciones en las cadenas de suministro, el cierre de fronteras, las trabas en el desplazamiento de la población y otra serie de iniciativas han contribuido a que muchos productos queden en la mar o en el campo y no lleguen a los distribuidores, o no encuentren mercados a los que abastecer, por lo cual terminan perdiéndose. En algunas naciones se llegó incluso al desabastecimiento en los supermercados, los cuales tampoco podían regalar comida a unos bancos de alimentos ya de por sí diezmados por una demanda creciente a causa del alza del desempleo. Por otra parte, las compras frenéticas o compulsivas y una cierta variación en el hábito de consumo durante el confinamiento causaron un gran desperdicio alimentario. Si la pérdida de alimentos se asocia a las regiones del sur del mundo, nuestro hemisferio contempla en mayor medida el derroche alimentario, una lacra que, si todos pusiéramos de nuestra parte, dejaría de existir o se vería aminorada de modo considerable. En efecto, en nuestros pueblos y ciudades, sonroja ver montones de comida tirada en la basura, a la vez que va incrementándose el número de personas que no tienen lo necesario para llenar su estómago. Conviven individuos que no pueden alimentarse ni sana ni suficientemente junto a otros que malgastan y derrochan sin control. Nos deberíamos avergonzar de esta atroz contradicción, sobre todo si traemos a colación tantos niños como mueren de hambre diariamente en el mundo. Es un escándalo que clama al cielo pidiendo justicia, como la sangre del Abel (cfr. Gen 4,10). El despilfarro de alimentos es un triste fenómeno que ha de interpelar nuestras conciencias y resolverlo compete a todos. Las cifras hablan por sí solas. Si pensamos en el entorno que nos circunda, según estudios atendibles, España es el séptimo país de la Unión Europea que más comida dilapida. De media, cada persona arroja al vertedero unos 179 kilos de comida al año. Importante es no ignorar que, de todos los alimentos desechados, aproximadamente 1,2 millones de toneladas son aptos para el consumo. Las estadísticas señalan además que hasta 98 millones de toneladas de alimentos se despilfarran anualmente en la Unión Europea. Según la FAO, más de 690 millones de personas sufren desnutrición en el mundo. Otras fuentes ilustran este dato informando que en torno al 9,6% de la población europea no alcanza a comprar comida de calidad cada dos días. Desconcierta saber, en fin, que el 20% de los alimentos producidos en el viejo continente se desperdicia, con un coste económico estimado en 143.000 millones de euros. Si ahondamos en el problema, observamos que el derroche de alimentos no solo supone prescindir irresponsablemente de comida, una comida que, bien utilizada, podría servir para aliviar las necesidades nutricionales de quienes lo precisan. Entraña también echar por la borda mucha mano de obra, usada inútilmente para producir alimentos que a la postre acaban desperdiciados. Significa igualmente un empleo innecesario de recursos que no son ilimitados, sino más bien escasos, como la tierra, el agua y la energía. Pero el impacto del despilfarro alimentario no es solamente cuantificable desde la perspectiva financiera. El medio ambiente es otro de los grandes afectados por los desperdicios de alimentos, ya que su producción conlleva la utilización de fertilizantes y pesticidas. Esos ingredientes menoscaban enormemente nuestro planeta, ya bastante vapuleado por otros efectos nocivos del cambio climático: por cada kilogramo de alimento producido, 4,5 kg de dióxido de carbono (CO2) va a la atmósfera. Permanecer impasible ante esta grave temática, o reputarla como una cuestión que no nos afecta, es ciertamente erróneo. Los medios de comunicación, la escuela, pero sobre todo la familia, han de sensibilizar a la opinión pública para encarar muy en serio un problema que depende, en gran medida, de haber recibido una educación correcta, que otorgue a los alimentos el valor que realmente tienen. Nadie, pues, puede contentarse con ser un mero espectador en la lucha contra el derroche de alimentos, siendo una herida que supura, perjudicando sin piedad a multitud de personas, especialmente a los pobres y vulnerables de la sociedad. A este respecto, pocos meses después de ser elegido Sucesor de Pedro, el papa Francisco, en la audiencia general del 5 de junio de 2013, hablando de la cultura del descarte, dijo sin medias tintas que “nos hemos hecho insensibles al derroche y al desperdicio de alimentos, cosa aún más deplorable cuando en cualquier lugar del mundo, lamentablemente, muchas personas y familias sufren hambre y malnutrición. En otro tiempo nuestros abuelos cuidaban mucho que no se tirara nada de comida sobrante. El consumismo nos ha inducido a acostumbrarnos a lo superfluo y al desperdicio cotidiano de alimento, al cual a veces ya no somos capaces de dar el justo valor, que va más allá de los meros parámetros económicos. ¡Pero recordemos bien que el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre!”. Por tanto, poner fin a una mentalidad caprichosa en el uso de los alimentos, que los desdeña sin ningún miramiento, ayuda a combatir también el desprecio a las personas cuando estas ya no son útiles, son ancianas o están enfermas, han perdido su apariencia o se han vuelto frágiles y débiles. El asunto no es de poca monta: de hecho, sabemos que se desperdicia un tercio de los alimentos producidos para consumo humano en todo el mundo, es decir, unos 1300 millones de toneladas anuales. Esta cantidad sería suficiente para dar de comer al menos a unos 2.000 millones de personas en nuestro planeta. En este sentido, el día 18 de noviembre de 2019, el Santo Padre, en su Mensaje con ocasión de la apertura del segundo período ordinario de sesiones de la Junta Ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos, denunciaba sin ambages que “el derroche de alimentos lacera la vida de muchas personas y vuelve inviable el progreso de los pueblos. Si queremos construir un futuro en el que nadie quede excluido, tenemos que plantear un presente que evite radicalmente el despilfarro de comida. Juntos, sin perder tiempo, aunando recursos e ideas, podremos presentar un estilo de vida que dé la importancia que merecen a los alimentos. Este nuevo estilo consiste en estimar en su justo valor lo que la madre Tierra nos da, y tendrá una repercusión para toda la humanidad”. Ante semejante panorama, ¿cuál puede ser nuestra contribución personal? Todo tiene que arrancar de una convicción: no podemos seguir adelante con un estilo de vida que contemple el despilfarro de alimentos como algo normal, sin importancia. Es fundamental un cambio de paradigma en el plano económico, ecológico, educativo y social, que potencie la convergencia de medidas internacionales, estatales, regionales, locales y, en particular, individuales, con el fin de zanjar una problemática que tiene terribles secuelas negativas. Se trata de identificar vías y modos que, afrontando sensatamente tal problemática, sean vehículo de solidaridad y de generosidad con los más necesitados. Sin afán de ser exhaustivos, apunto algunas pistas para focalizar el asunto y atisbar soluciones al mismo. Primero, en el ámbito personal y familiar. Hemos de subrayar que los alimentos se despilfarran en todas las fases de la cadena de alimentos (producción primaria, procesamiento, venta, servicios de comida, etc.), pero es en el marco hogareño donde más se desperdicia. Contrarrestar esta tendencia es una obligación, algo verdaderamente imprescindible. Para ello es cuestión de no olvidar acciones tan sencillas como cocinar cantidades pequeñas, reutilizar las sobras, comprar solo lo necesario, no dejarse llevar por las apariencias (para desechar “frutas feas”, por ejemplo), revisar el refrigerador, consumir primero los alimentos más antiguos, entender las etiquetas de fechas (“consumir antes de”, “consumir preferentemente antes de”, “fecha de caducidad”), compostar y donar los excedentes a instituciones que harán buen uso de ellos. En segundo lugar, hemos de apoyar a las entidades sociales y organizaciones no gubernamentales (ONG)que están plantando cara al desperdicio de alimentos de forma creativa y eficiente, intentando salir al encuentro de quienes lo precisan. En este apartado es justo incluir asimismo los esfuerzos que están llevando a cabo muchos comedores promovidos por parroquias, institutos religiosos, grupos juveniles y asociaciones cristianas para redistribuir alimentos. Y esto, en muchas ocasiones, contra viento y marea, incitados por la fantasía y la pujanza que nacen del amor desinteresado, venciendo burocracias agobiantes, sin reparar en cansancios o cortapisas. Remediar el derroche de alimentos pasa, pues, por la conjunción de medidas individuales, pero también comunitarias e institucionales. En tercer lugar, en la lucha contra el despilfarro las empresas ocupan un puesto de relieve. En numerosos centros industriales, restaurantes, grandes superficies y supermercados, por ejemplo, se están poniendo en marcha “auditorías de desperdicios” que permiten ser mucho más eficaces en la gestión de los recursos. Por el lado del consumidor, algunas aplicaciones permiten, a través del teléfono móvil, encontrar comida sobrante de restaurantes a precios rebajados. En comercios de alimentación de diversos países, se está implantando la costumbre de vender las frutas, verduras y hortalizas por unidades y no por paquetes o manojos. Se ha comprobado que de esta manera se reduce el desperdicio de alimentos en torno al 25%. El papel de las ONG de consumidores ha sido muy relevante a la hora de lograr estos avances. Un cuarto aspecto nos lleva al terreno político y legislativo. En estos momentos, determinados países cuentan con leyes que prohíben a los supermercados, a los hospitales y a los hoteles tirar o destruir alimentos. En lugar de eso, están obligados a cederlos a diversas organizaciones benéficas, que son las encargadas de distribuirlos entre las personas y familias necesitadas. Sería esta una iniciativa que habría que generalizar y ampliar más todavía por el beneficio que comporta. Finalmente, están los organismos internacionales y, entre ellos, el Programa Mundial de Alimentos, que lanzó la campaña global Stop Desperdicio. En el Mensaje enviado el 18 de noviembre de 2019 a esta agencia de las Naciones Unidas, con ocasión de la apertura del segundo período ordinario de sesiones de su Junta Ejecutiva, el Papa se refería a ella con estas palabras: “Deseo que esta campaña sirva de ayuda a quienes en nuestros días sufren las consecuencias de la pobreza y pueda demostrar que, cuando la persona ocupa el centro de las decisiones políticas y económicas, se afirma la estabilidad y la paz entre las naciones y crece por todas partes el entendimiento mutuo, cimiento del auténtico progreso humano”. En definitiva, el desperdicio de alimentos constituye una cuestión de conspicua envergadura, que exige implementar inteligentemente acciones que la aborden desde su raíz, sin superficialidades, sesgos o negligencias. Es por eso que, en 2019, la LXXIV Asamblea General de la ONU designó el 29 de septiembre como el Día Internacional de Concienciación de la Pérdida y el Desperdicio de Alimentos. Este año 2020 ha sido la primera vez que se ha celebrado esta jornada con el fin de fortalecer nuestra responsabilidad en el consumo adecuado de los alimentos, evitando malas prácticas y decisiones, como el derroche alimentario. En este terreno cada uno de nosotros podemos hacer algo para impedirlo. Como recuerda el papa Francisco, “una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo. Mientras tanto, el mundo del consumo exacerbado es al mismo tiempo el mundo del maltrato de la vida en todas sus formas” (Laudato Si’, n. 230). Si nos mentalizamos auténticamente, si unimos ideas y voluntades y redoblamos nuestro compromiso, afrontando sin improvisaciones el despilfarro de alimentos, este flagelo quedará relegado al pasado y podremos construir un presente más justo, que abra las puertas a un futuro en donde todos puedan comer de forma digna, sana y nutritiva. Mons. Fernando Chica Arellano Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

Jue 13 Ago 2020

Los pueblos indígenas en tiempos de covid-19

Por: Mons. Fernando Chica Arellano - El día 9 de agosto se celebra, como cada año, el Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Hablamos de unos 476 millones de personas que habitan en 90 países, representando el 6,75% de la población mundial. Sus condiciones de vida están marcadas por la exclusión, la discriminación y la pobreza; por mencionar un único dato, las estadísticas oficiales indican que las poblaciones indígenas tienen una probabilidad tres veces más alta de vivir en pobreza extrema que el resto de sus connacionales. ¿Cuál es la situación de los pueblos indígenas en medio de la pandemia de covid-19?. Sin querer ser exhaustivo, es importante recordar, en primer lugar, que a lo largo de la historia hemos conocido numerosos episodios en los que una epidemia de tipo vírico o bacteriano ha diezmado la población indígena, debido a que no existen las mismas defensas en los diversos grupos humanos. El caso más conocido y dramático tuvo lugar en la América de los siglos XVI y XVII, cuando la viruela, el sarampión, la gripe, el tifus, la peste bubónica y otras enfermedades infecciosas esquilmaron la población local, en un grado incluso más intenso que las guerras de conquista o la explotación laboral. A mediados del siglo XX, un brote de sarampión redujo al pueblo Yanomaní, en Venezuela y Brasil, a un tercio de su población previa. También en estos tiempos de covid-19 hay unos riesgos específicos para estas poblaciones tan vulnerables. La crisis sanitaria de covid-19 se entrelaza con una crisis social, como hemos visto en muchas zonas del planeta. En este caso, particularmente, constatamos que a las dificultades epidemiológicas (especialmente agudas en el caso de los pueblos indígenas en aislamiento voluntario o "no contactados") se suman una serie de graves limitaciones estructurales, que afectan tanto a los pueblos originarios que viven en las zonas rurales como a los indígenas urbanos. Se trata de realidades tan básicas como el acceso a agua limpia y sancamiento, el sostenimiento de los medios tradicionales de subsistencia (por ejemplo, en el pueblo de Ruanda) o la ausencia de una cobertura sanitaria (por ejemplo, entre los Navajos de Estados Unidos). La pandemia de coronavirus está mostrando la importancia de articular correctamente los diversos niveles de atención médica. Mientras los pueblos indígenas sufran de malnutrición y no puedan ejercer la soberanía alimentaria, es claro que quedarán muy debilitados para hacer frente a cualquier enfermedad. Los fallos estructurales y el abandono sistemático de las poblaciones indígenas amazónicas por parte de los diversos estados se han puesto de manifiesto de modo dramático en esta coyuntura. A este respecto, cabe señalar que la Iglesia en territorio amazónico está escribiendo bellas páginas de solidaridad para salir al encuentro de los enfermos por covid-19, sobre todo entre los indígenas. De acuerdo con los datos de la Red Eclesial Panamazónica (REPAM), a finales del pasado mes de julio, había 27.517 personas de pueblos indígenas contagiadas por covid-19, de las 1.108 habían fallecido. Unos 190 pueblos o nacionalidades indígenas han sido afectados por la pandemia en los nueve países que conforman la Panamazonía. De manera particular, se está viendo cómo el coronavirus golpea a los indígenas ancianos, como en otras zonas del planeta, privando así de una fuente irremplazable de sabiduría ancestral. Cabe destacar, entre otros muchos nombres, el fallecimiento por covid-19 en el Perú del líder del pueblo Awajún Santiago Manuin, activo colaborador con la Iglesia local, que fue recibido por el Papa Francisco en el encuentro con los pueblos de la Amazonía, en enero de 2018. En medio de toda esta dolorosa situación, debemos subrayar la resiliencia de los pueblos indígenas, que es precisamente la temática escogida por las Naciones Unidas para la celebración del Día Internacional de los Pueblos Indígenas en 2020. Ante una patología tan novedosa como la covid-19, para la que no existe aún un tratamiento que permita curar la enfermedad, resulta muy conveniente controlar de manera temprana los síntomas. En este ámbito, se han constatado iniciativas exitosas con prácticas de medicina tradicional entre los pueblos indígenas de Canadá, Colombia, Nepal y Congo, entre otros. Otra iniciativa relevante tiene que ver con el ritual tradicional del "KrohYee" (cierre de la aldea) entre el pueblo Karen de Tailandia, que se ha recuperado en el contexto de convid-19. Prácticas semejantes se han realizado en Malasia, Bangladesh y en diversos países de América Latina. Resulta evidente la importancia que tiene, para ello, el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas y el derecho efectivo al territorio integral ancestral. El Papa Francisco, en su exhortación apostólica Querida Amazonía, escribió: "Nuestro sueño es el de una Amazonía que integre y promueva a todos sus habitantes para que puedan consolidar un ‘buen vivir’. Pero hace falta un grito profético una ardua tarea por los más pobres" (n. 8). Y en el número 52 añadió: "Si el llamado de Dios necesita de una escucha atenta del clamor de los pobres y de la tierra al mismo tiempo, para nosotros el grito de la Amazonía al Creador, es semejante al grito del Pueblo de Dios en Egipto (cf. Ex 3,7). Es un grito de esclavitud y abandono, que clama por la libertad". La celebración del Día Internacional de los Pueblos Indígenas en estos tiempos de covid-19, supone, para todos nosotros, una llamada a escuchar este grito y a responder a él con nuestra plegaria humilde y nuestra solidaridad activa. Mons. Fernando Chica Arellano Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO