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Predicación Orante de la Palabra

Vie 7 Dic 2018

Preparemos el camino para la llegada del Mesías

Las lecturas de la Sagrada Escritura en este domingo segundo de Adviento nos trasmiten: Un pregón o anuncio de la llegada del Mesías. Una invitación a prepararle el camino y allanar sus senderos. Un modelo de espera en la figura de Juan, el Bautista Primera lectura: Baruc 5,1-9 Salmo: 126(125),1-2ab.2cd-3.4-5.6 Segunda lectura: Filipenses 1,4-6.8-11 Evangelio: Lucas 3,1-6 1. ¿Qué dice la Sagrada Escritura? Podemos partir del pasaje evangélico que ubica en la línea de la historia de la salvación el más grande acontecimiento: el nacimiento del Mesías. Juan Bautista se presenta como instrumento de Dios para el cumplimiento de la promesa divina con una vocación profética específica: “preparar los caminos del Señor” para que “toda carne vea la salvación de Dios”. Esta misión, a partir de la citación de Isaías, es descrita como hacer que lo escabroso se allane, que lo hondo se alce, que lo torcido se enderece, para que el Señor encuentre un camino llano, fácil, recto. El texto de Baruc acude a la misma imagen, pero aplicándola al pueblo de Israel que, con la conducción del Señor, podrá volver a su tierra, reunirse y caminar seguro, protegido, confiado en la acción misericordiosa de Dios. El bien conocido salmo 125 celebra justamente este retorno de Israel a la tierra prometida con tonos de alegría, de cánticos, de contemplación de la acción maravillosa de Dios. La carta de San Pablo a los Filipenses puede leerse también como una celebración de la acción de Dios en la vida de la comunidad. Al mismo tiempo es una invitación a la confianza, a la perseverancia, a la cooperación en la tarea misionera, al crecimiento permanente en el amor mutuo; todo para llegar al día de Cristo, su segunda venida, limpios, irreprochables y cargados de frutos de justicia.

Mar 30 Oct 2018

Quien se acerca a Jesucristo, se salva definitivamente

Introducción En el contexto de los últimos domingos del año litúrgico, la Palabra de Dios nos pone en actitud de súplica al Señor para que no se quede lejos y no nos abandone, como bien lo expresa la antífona de entrada en el Misal Romano, pero de igual manera nos pone en camino para seguir esperando en los bienes que Dios nos promete. La liturgia se ve iluminada por la Palabra de Dios y de la riqueza de contenido ofrecemos tres para la reflexión: La fidelidad al Señor hace que el hombre se vea como un administrador de la heredad que Dios pone en sus manos y por eso reconoce que no puede buscar otras seguridades distintas al Señor, ya que es el único Señor. En Jesucristo vemos un sacerdocio diferente, porque es eterno y no pasajero y, sobre todo, porque puede salvar definitivamente a los que se acercan a Él. La parábola de los viñadores asesinos no sólo nos presenta al Jesús perseguido, sino que nos llama la atención sobre nuestra administración frente a los dones y carismas que el Padre nos ha concedido. Primera lectura: Dt 6,2-6 Salmo Sal 18(17),2-3a. 3bc-4. 47+51ab (R. Dt 6,4) Segunda lectura: Hb 7,23-28 Evangelio: Mc 12,28b-34 ¿Qué dice la Sagrada Escritura? El Evangelista Marcos nos pone en contexto de evaluación y al presentar la parábola de los viñadores homicidas, nos regala la posibilidad de iniciar el balance el año litúrgico. Jesús ha entrado en Jerusalén y después de realizar el signo de la higuera y del templo, pronuncia esta parábola de los viñadores, que originalmente iba dirigida a los escribas y a los ancianos como autoridades del pueblo, pero leída en este contexto litúrgico debe ser interpretada para nuestra época. Esta parábola llama la atención sobre la fidelidad en la administración, porque se han apropiado lo que no les pertenece y actúan como si no existiera dueño legítimo que reclame su posesión. En todo su contexto, la liturgia de la Palabra de este domingo se podría identificar con el llamado a la fidelidad en medio de las circunstancias de la vida diaria y de la vida de discípulos. Fidelidad implica saber elegir una posibilidad entre muchas y jugársela todo por esa elección; esto es en pocas palabras lo que ha hecho Dios con su pueblo en la elección, pero no siempre el pueblo ha sabido responder en la misma tónica y se ha entretenido poniendo otras prioridades al lado de Dios, por eso se recordará en la primera lectura que el Señor es el único Señor. Un discípulo que ha hecho la opción de la cruz y ha decidido ponerse en camino, está llamado a ser fiel y perseverante, a producir frutos para no quedarse infecundo como la higuera, pero a producir esos frutos sabiendo que todo es para la mayor gloria de Dios y no el simple provecho personal o la vanagloria humana. ¿Qué me dice la Sagrada Escritura? En una sociedad cada vez más marcada por el individualismo y por la búsqueda del bienestar personal, viene esta liturgia de este domingo a hablarnos de un Dios que no abandona y que socorre (antífona de entrada), que posibilita correr sin tropiezos (oración colecta) para poder ser fieles administradores en la viña del Señor. La Iglesia está llamada a ser viña fecunda, que sabe producir a su tiempo y que genera miles de posibilidades en la sociedad, pero también está llamada a reconocer que la viña tiene dueño y que sólo el Señor es nuestro Dios y nuestro único Señor. Si la parábola habla del respeto al Hijo, nuestras comunidades parroquiales deben crecer en torno a la identidad de discípulos y no como estructuras administrativas y funcionales que ofrecen servicios. La parroquia es el lugar de experiencia de la salvación para una comunidad, es la pequeña porción de la viña que todos trabajamos y en la que todos somos trabajadores, para que nuestra existencia sea fructuosa y entregue a la sociedad resultados de buenas obras y de una elección acertada y coherente. ¿Qué me sugiere la Palabra que debo decirle a la comunidad? El pueblo colombiano ha sufrido el flagelo de la corrupción como una característica que se ha ido generalizando en los funcionarios e instituciones, al menos como lo hemos sabido por los medios de comunicación y eso nos tiene que llamar la atención como cristianos que peregrinamos en esta porción del pueblo de Dios. El Papa Francisco en una de sus respuestas en la rueda de prensa de regreso del viaje apostólico en Colombia, decía al periodista: “Todos somos pecadores siempre y nosotros sabemos que el Señor está cerca de nosotros, que Él no se cansa de perdonar. Pero la diferencia es: Dios no se cansa nunca de perdonar, pero el pecador a veces encuentra la valentía y pide perdón. El problema es que el corrupto se cansa de pedir perdón y olvida cómo se pide perdón: este es el problema grave. Es un estado de insensibilidad frente a los valores, frente a la destrucción, a la explotación de las personas. No es capaz de pedir perdón. Es como una condena, por la que es muy difícil ayudar a un corrupto, muy difícil. Pero Dios puede hacerlo. Yo rezo por esto.” La parroquia, comunidad de comunidades, está hoy interpelada por estas palabras que nos iluminan la liturgia de este domingo, porque debe ser el lugar de la honestidad y de la fidelidad, cosas muy difíciles en una masa que se rige por los falsos valores que propugna la corrupción. Hoy más que nunca, la realidad colombiana escucha esta voz de alerta y debe saber que somos administradores y no capataces, somos parte de un engranaje en el que Dios nos ha puesto misiones diversas para la edificación de esta casa común y del reino, pero no podemos sentirnos dictadores en búsqueda del poder que fortalece el “yo” y destruye el “nosotros”. ¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión? Esta liturgia nos ha posibilitado un encuentro con el Señor, que nos ha hablado al corazón y nos ha recordado su alianza de amor, sin dejar de llamarnos la atención sobre aspectos no muy claros de nuestra respuesta discipular. Hay cosas muy concretas a las que estamos llamados a partir del encuentro y de la escucha de la Palabra: Reconocer que el primer paso lo ha dado Dios cuando ha preparado para nosotros este mundo inmenso y maravilloso. Aceptar que no somos dueños absolutos, pero que tenemos que empoderarnos de la misión que nos ha sido confiada. Siempre debemos estar listos a dar cuentas y razón de nuestra administración fiel y transparente de lo que Dios ha permitido administrar. Tenemos que ser misioneros de la esperanza, para que el mundo siga creyendo y construyendo un futuro mejor. No podemos quedarnos mudos frente a los gritos de la realidad que nos rodea. Ser misioneros de la unidad y del amor, que saben reconocer el valor y la necesidad del otro, para que juntos construyamos y no para que nos apropiemos de lo que no nos pertenece.

Mar 23 Oct 2018

Jesús cambia nuestra vida

Introducción La liturgia de este domingo nos habla del gozo y la alegría que trae la salvación de Dios y por eso desde la oración colecta se invita a conjugar la promesa con el mandato del Señor, cosa que se ve reflejada de manera muy clara en las lecturas de este día. Es fundamental tener en cuenta para nuestra reflexión estas tres ideas: La salvación de Dios se manifiesta en lo concreto de la vida y por eso la alegría nace del corazón de quien ha experimentado el encuentro con él, viéndose afectado en lo específico de su vida. El Sumo sacerdote debía sentir los dolores y fragilidades del pueblo para poder interceder por él, así nuestro Señor Jesucristo ha asumido nuestra carne y nos ha elevado para ser presentados también ante su Padre. El paso de Jesús por la vida de todo hombre genera un cambio y los efectos deben notarse. Quién realmente se hace discípulo aprende a ver más allá de lo aparente y descubre quién es Jesús en su vida para seguirlo en plenitud. Primera lectura: Jr 31,7-9 Salmo Sal 126(125),1-2ab.2cd-3.4-5.6 Segunda lectura: Hb 5,1-6 Evangelio: Mc 10,46-52 ¿Qué dice la Sagrada Escritura? El Evangelio de este domingo nos sirve de marco de lectura del mensaje de la liturgia, ya que descubrimos en Marcos el final de un camino que Jesús ha venido recorriendo desde Galilea hasta Jerusalén y que podríamos mirar como el proyecto de discipulado, entendido como seguimiento del Mesías crucificado. Lo curioso ha sido que los discípulos no han entendido quién es Jesús, pero los que se acercan en el camino si lo perciben. Este camino se enmarca en 2 ciegos: el de Betsaida y el de Jericó. Para ser discípulo es necesario meterse en el camino y no quedarse en el borde, es necesario pisar sobre las huellas del crucificado para poder experimentar la alegría de la salvación. El Evangelio de Marcos no podemos descontextualizarlo y se hace prioritario ubicarnos como discípulos en la escucha del Maestro, que nos habla en el camino y nos instruye para que podamos ponernos en camino, ya que las instrucciones que ha dado en la casa son para los que ya han empezado la experiencia de discípulos, pero que lastimosamente no han podido entender lo que significa. El ciego Bartimeo no es importante en sí mismo como relato, sino que nos lleva a la dinámica del discipulado: ser discípulo es saber meterse en contexto, saber pisar sobre las huellas de Jesús. ¿Qué me dice la Sagrada Escritura? La Palabra de Dios habla al corazón de cada uno de nosotros y habla de manera directa al corazón de la comunidad cristiana. Hoy hay un llamado para que la comunidad experimente un proceso de fe muy concreto: Es necesario tener el encuentro personal y comunitario con Jesús. Vale la pena dar el salto de nuestra vida: hay que dejar los miedos y seguridades falsas, para arriesgarlo todo en la aventura de la fe que nos propone Jesús. Es necesario abrir los ojos para ver a Jesús en el rostro del otro, para poder callejear la fe, en palabras del Papa Francisco, y así ser coherentes. Por último, es necesario meterse en el camino, hacerse discípulo y no dejar enfriar la fuerza y la alegría del encuentro. Cuando el encuentro ha sido verdadero, los efectos deben notarse en el compromiso discipular. Quien se hace discípulo, debe abrir los ojos para no quedarse en las ilusiones que ofrece la sociedad, ni dejarse deslumbrar por los espejismos de la fama y del dinero. Hacerse discípulo es cargar la cruz y negarse para poder emprender el sendero del seguimiento. ¿Qué me sugiere la Palabra que debo decirle a la comunidad? En la pasada visita del Papa Francisco a Colombia, cuando en Medellín hablaba a los sacerdotes y consagrados expresaba: “El llamado de Dios no es una carga pesada que nos roba la alegría, ¿es pesada? A veces sí, pero no nos roba la alegría. A través de ese peso también nos da la alegría. Dios no nos quiere sumidos en la tristeza —uno de los malos espíritus que se apoderaban del alma y que ya lo denunciaban los monjes del desierto—; Dios no nos quiere sumidos en el cansancio que viene de las actividades mal vividas, sin una espiritualidad que haga feliz nuestra vida y aun nuestras fatigas. Nuestra alegría contagiosa tiene que ser el primer testimonio de la cercanía y del amor de Dios. Somos verdaderos dispensadores de la gracia de Dios cuando trasparentamos la alegría del encuentro con Él.” Este mensaje del Papa, unido a lo que nos propone la Palabra de Dios y la liturgia, tiene que llevarme a ser portador de la alegría y de la luz que da el Señor. No podemos tener comunidades apagadas y ciegas si son verdaderamente cristianas. El gozo del Evangelio debe hacer de nuestras comunidades y parroquias un espacio concreto para vivir la luz, la visión y sobre todo la alegría del discipulado. Vivimos en una sociedad marcada por la indiferencia frente al que sufre, pero también por el rechazo a muchas acciones que tratan de acercarnos a Dios. Si la fe nos mueve y el ser discípulos está configurando nuestra vida, debemos dejarnos tocar por el Señor y aprender a luchar por la dignidad y la alegría, por la igualdad y las oportunidades. ¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión? Ya el Papa nos ha insistido que el seguimiento no es fácil, pero que debe ser alegre y por eso este camino de discípulos nos lleva a no quedarnos con la alegría que inunda el corazón sino a vivir la experiencia del encuentro con el otro para comunicarle nuestra alegría, que finalmente no es nuestra, es una noticia de salvación, es una persona que habita en nuestro ser. El Evangelio debería llevarnos a identificarnos con Cristo y no con Bartimeo, por eso estamos invitados a ser instrumentos de luz, iluminar la vida y abrir los ojos de aquellos que no han descubierto la felicidad verdadera, aquellos que caminan como ciegos en la vida y no se han dejado iluminar por el Señor. Este ejercicio de misión no es de muchas palabras, pero sí de mucho testimonio y perseverancia. Quien nos vea, debe ver el rostro de Jesús y la bondad del Señor, eso es una misión exigente y seria, pero con muchos frutos.

Mié 26 Sep 2018

La soberbia y el orgullo nos hacen perder la felicidad

Primera lectura: Nm 11,25-29 Salmo Sal 19(18),8.10.12-13.14 (R. cf. Sab 1,7) Segunda lectura: St 5,1-6 Evangelio: Mc 9,38-43.45.47-48 Introducción La Palabra de Dios nos ofrece hoy poder reflexionar en varios aspectos de nuestra fe: en primer lugar, nos hace ver cómo Dios lleva a su pueblo y se vale del don de su Espíritu extendido a quien quiera recibirlo sin condicionamientos humanos: Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu; el que no está contra nosotros, está a favor nuestro. En segundo lugar, la Palabra nos hace ver la soberbia y el orgullo como la raíz de todo lo que le hace perder al ser humano su felicidad, la cual exige la confianza plena en el Señor: el rico pone su confianza en sus propias fuerzas, el pobre, confía plenamente en el Señor. En tercer lugar, Jesús llama la atención sobre los pequeños, o los débiles. Ningún discípulo del Señor puede ser motivo de escándalo para uno de ellos. ¿Qué dice la Sagrada Escritura? El libro de los números en su capítulo 11 narra las quejas del pueblo durante el camino en el desierto, es decir desde el Sinaí hasta Moab. El nombre Judío del libro es “Bamidbar” que significa “En el desierto”. Los versículos que hoy nos entrega la liturgia para escucharlos, deben colocarse dentro de la llamada “Súplica de Moisés a Dios para que sea Él quien lleve a su Pueblo” (11,10-15). El pueblo se estaba quejando amargamente ante el Señor y añoraba las cebollas y ajos que comía gratis en Egipto. Esta murmuración causaba grave enojo al Señor, quien envIó un fuego que devoró un extremo del campamento (Cfr. Num 11,1). El pueblo reaccionó y pidió a Moisés interceder ante el Señor. En su oración, Moisés le reclama al Señor: “Por qué me has retirado tu confianza y echas sobre mí la carga de todo este pueblo? (Num 11,11). Moisés le expresa al Señor su impotencia: “Yo solo no puedo soportar a este pueblo; es demasiada carga para mí” (Num 11,14). Ante la súplica, el Señor responde al clamor de Moisés, escogiéndose a setenta ancianos de Israel quienes representan al pueblo entero, en efecto, “setenta” significa la totalidad. Entonces, “el Señor bajó en la nube y habló a Moisés; tomó parte del espíritu que había en él y se lo pasó a los setenta ancianos. Cuando el espíritu de Moisés se posó sobre ellos, comenzaron a profetizar” (Num 11,25). “Profetizar” en este caso, no significa comunicar el mensaje de Dios en forma de palabra, como se puede verificar en el profetismo clásico, sino que consiste en demostrar con el propio comportamiento que la fuerza del Espíritu de Dios es y actúa en el mundo, en este mundo concreto. Los ancianos son por consiguiente profetas en el sentido que son testimonio de Dios y de la fuerza de su Espíritu. Todo el pueblo lo puede ver y comprender que Dios está con él y que lo quiere guiar. Se puede observar en este texto, cómo Moisés no es el guía que monopoliza el poder, él lo comunica a otros y así, viene multiplicado. El carisma, no es un bien individual sino un don de Dios para el pueblo; es una fuerza que busca edificar el pueblo de Dios en el mundo. Ahora bien, este don del Espíritu de Dios, no viene condicionado por el hombre, ni siquiera por el mismo Moisés, es libre de condicionamientos humanos. Es por esto por lo que Eldad y Medad, dos ancianos que nos son llamados, profetizan, porque también a ellos ha llegado el don del Espíritu. Josué, el joven siervo de Moisés, representa el escándalo de frente al don inesperado. Ante su observación, cargada de celos, Moisés responde como aquel que habla de verdad con el Espíritu de Dios: “Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu” (Num 11,29). El Salmo 19, hace resonar la importancia del mensaje que hoy Dios nos está comunicando: “No es un mensaje, no son palabras, pero por toda la tierra se extiende su eco” (19,4-5). ¿Qué es lo que debe ser escuchado? ¿Dónde debemos fijar nuestra atención? ¿Por qué el mundo subyace en la oscuridad? La Palabra nos revela qué es lo que hace ciegos a los seres humanos: “Protege también a tu siervo del orgullo, ¡que jamás me domine! Entonces seré irreprochable e inocente del gran pecado (Sal 19,14). Viene denunciado el gran pecado: La soberbia. La carta de Santiago, muestra las consecuencias de la soberbia, expresada en la confianza que se coloca en sí mismo y en los bienes, y no en Dios; aquí viene identificada esta realidad con los “ricos” y su sentido es tomado de Is 5,8-10; Jer 22,13-14; Am 5,11. El pobre, es aquel que, por el contrario, pone su confianza en Dios y no en sí mismo ni en sus bienes: “Felices los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,3). De la soberbia vienen los celos y el individualismo y Dios mismo: “Derriba del trono a los soberbios y engrandece a los humildes” (Luc 1,52). En el Evangelio se nos revela cómo el orgullo de los discípulos se expresa en la pretensión de tener, en cuanto grupo, el monopolio absoluto de Jesús. Aquí el evangelista procura resaltar la apertura que la comunidad cristiana debe tener, respecto a aquellos que, no perteneciendo expresamente a la Iglesia, demuestran frente a ella una actitud de simpatía y benevolencia. Hoy se diría que es necesario escuchar la otra campana; el evangelio se propone, no se impone. Cuando en el texto se leen las palabras de Jesús: “No se lo prohíban, nadie que haga un milagro en mi nombre, puede luego hablar mal de mí; pues el que no está contra nosotros, está a favor nuestro” (Mc 9,39), conviene analizar que el evangelista Marcos pretende exhortar a su comunidad a no atribuirse importancia y más aún, a no exigir para sí el monopolio del Hijo de Dios. Además, en el seno de las primeras comunidades cristianas surgió muy pronto la tentación de monopolizar y fijar en modo rígido las características que debe tener un verdadero seguidor de Jesús. San Pablo, en 1 Cor 12,3, en un contexto donde se habla de las manifestaciones extraordinarias del Espíritu y de la soberanía de Jesús en la vida cotidiana de la comunidad, declara que: “Hasta que uno no se separa expresamente de Jesús (diciendo Jesús es anatema), pertenece a la comunidad”. ¿Qué me dice la Sagrada Escritura? En la historia de la Iglesia con frecuencia ha surgido una tentación: sentirse entre los elegidos y en consecuencia despreciar a los que no están dentro del grupo o condenarles. Creer que sólo unos cuantos poseen el Espíritu de Dios y que los demás deben ser excluidos. Dios misericordioso ama a todos, está dispuesto a entregar todos sus dones a quien quiera recibirlos, como el sol que día a día sale sobre todos, sin distinción de pueblos, razas o costumbres. Jesús se acercó a los excluidos de su época, a los enfermos de lepra a quienes la sociedad separaba del común de las personas; a los pobres, que por su precariedad económica no tenían posibilidad de participar en eventos sociales determinados o tener acceso a ciertos privilegios dados sólo a quienes tienen sus recursos marcados en dinero. Hay un grupo grande de personas, que teniendo un bienestar económico suficiente, cuando han sentido un encuentro con Jesús en su corazón, han colocado los bienes al servicio del prójimo y su misma vida se ha vuelto un servicio constante con su sabiduría adquirida mediante el esfuerzo: médicos, ingenieros, abogados, profesores, especialistas, empresarios. Para poder amar así, es necesario tener el Espíritu del Señor. Y la condición para poder recibirlo es renunciar a la soberbia, al orgullo de creernos más que los demás, poseedores de todos los dones, olvidando que los carismas son “regalos” del Señor para el servicio de los demás. Ya el Bautismo nos incorpora en la muerte de Cristo, para participar de su resurrección. De este regalo se hacen dueños los pequeños, aquellos que al darse cuenta de lo que les hace entrar en la soberbia renuncian a ello: “Si tu ojo te hace caer sácatelo; si tu pie te hace caer, córtatelo; si tu mano te hace caer, córtatela; más te vale entrar manco, cojo o tuerto en el Reino de Dios, el cual se le ha revelado a los humildes, a los pequeños, es decir a los que no ponen sus fuerzas en sí mismos y no se creen “dueños” de la verdad sino que se sienten verdaderos “servidores de Ella”. ¿Qué me sugiere la Palabra que debo decirle a la comunidad? El amor al prójimo es lo que nos identifica como creyentes. Y ¿quién es mi prójimo? Aquel que me desinstala y me saca de mi comodidad. Es tu esposa cuando te ha hecho explotar de ira, por una actitud o una palabra; igualmente es tu esposo cuando te hizo lo mismo; es tu hijo, que ante una corrección te enfrentó y faltó al respeto; o tu hija que con su comportamiento te hizo sentir en medio de la frustración. Es tu jefe, que con una palabra o un tono de voz te “dañó el día” o tu empleado o empleada al no rendir eficazmente en su trabajo. Puede ser también el que no aceptas porque tiene otra confesión religiosa y tú no la compartes o aquel adversario en tu concepción política. Del mismo modo podría ser aquel pueblo migrante que porta consigo unas costumbres diferentes y podrían comprometer la estabilidad política y económica de “mi” país. En fin, se trata del amor al prójimo cuando se vuelve enemigo; esto es lo específico del amor de Dios: “Este es mi mandamiento, que se amen los unos a los otros como yo los he amado”. El papa Francisco es un claro testimonio de este mensaje. En Cuba la respuesta a su visita la dieron no sólo los católicos al igual que en Estados unidos. En Colombia, su mensaje ha tocado a creyentes y no creyentes. El Santo Padre con su testimonio de vida nos enseña que el evangelio es la propuesta para que el ser humano entre en la verdadera felicidad, pero en diálogo con el otro, escuchando la otra campana. Descubriendo qué es lo que nos une y dialogando aquello que nos divide, pero teniendo presente los principios fundamentales del Evangelio que no son negociables. La verdad y el Amor no tienen fronteras ni rejas que separen. Se trata de crear puentes, no muros. ¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión? La iniciación cristiana llevada hasta la celebración de los sacramentos, nos conduce a un conocimiento y a un encuentro personal con Jesucristo. Evangelizar es anunciar la persona y el mensaje de Jesús en todos los ambientes para transformarlos desde dentro. Hoy no podemos presuponer la fe. Ya ha pasado el período de cristiandad en la Iglesia donde pensábamos que todos eran cristianos católicos creyentes. Debemos trabajar con fuerza el primer momento del proceso evangelizador de la Iglesia: La acción misionera. Si no evangelizamos con pasión hoy, lo que ahora es ordinario, dentro de poco será extraordinario y lo que ahora es extraordinario dentro de poco será lo ordinario. Hoy lo ordinario es bautizar a los niños, lo extraordinario es bautizar a los adultos. Si no evangelizamos ardientemente, dentro de poco bautizar a los niños será lo extraordinario y lo ordinario será bautizar a personas de edad adulta; lo que, de una manera positiva, nos exigirá hacer procesos catecumenales a los adultos hasta la madurez de su fe y celebración del bautismo, como nos lo ha exigido el Concilio Vaticano II en su constitución Sacrosanctum Concilium, en el número 64: “Restáurese el catecumenado de adultos, dividido en distintos grados, cuya práctica dependerá del juicio del ordinario del lugar; de esta manera, el tiempo de catecumenado, destinado a la adecuada instrucción, podrá ser santificado con la celebración de los ritos sagrados en tiempos sucesivos”.

Jue 14 Jun 2018

El Reino de Dios exige: humildad, confianza y discipulado

Primera lectura: Ez 17,22-24 Salmo Sal 92(91),2-3.13-14.15-16 (R. cf. Ez 17,24) Segunda lectura: 2Co 5,6-10 Evangelio: Mc 4,26-34 Introducción La Palabra de Dios nos presenta hoy la idea del Reino de Dios que exige la acogida humilde por parte del hombre. Este tema se vislumbra claramente en la primera lectura y en el Evangelio. En efecto, en ellos se presentan figuras agrícolas de la siembra, un cedro, para el caso de la primera, y un grano de mostaza, para el Evangelio. En dichos relatos se exalta la simplicidad y pequeñez de la semilla. La Palabra de Dios también ofrece el tema de la fe o de la confianza en Dios. En efecto, el Salmo 91, que es considerado, en la liturgia y en la devoción popular, como el salmo de la confianza divina, presenta al hombre que confía en Dios, protegido de todo mal y de todo peligro. Igualmente, la segunda lectura habla de la confianza en Dios y pide caminar “a la luz de la fe” (2Co 5,7). Otra idea, que emerge de la Palabra de Dios y que es indispensable en el seguimiento del Señor y condición para entrar en su Reino, es el del discipulado. Este tema está insinuado de forma muy modesta al final del Evangelio, en el último verso: “No les decía nada sin parábolas. Pero a sus propios discípulos les explicaba todo en privado” (Mc 4,34). Al respecto dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 546: «Es preciso hacerse discípulo de Cristo para “conocer los Misterios del Reino de los cielos” (Mt 13,11)». Los tres temas pueden presentarse en uno solo, pues, están indisolublemente unidos y se implican mutuamente, de esta manera tenemos que el Reino de Dios exige: humildad, confianza y discipulado. ¿Qué dice la Sagrada Escritura? En la primera lectura vemos que el Señor escoge al humilde y rechaza al soberbio: “Yo el Señor, humilló al árbol elevado y exalto al árbol pequeño” (Ez 17,24). Recordemos que hace ocho días la primera lectura, tomada del Génesis, nos refería la caída de nuestros primeros padres, es decir, el pecado original, que consistió en dejarse tentar por el demonio y caer en la soberbia de desobedecer a Dios, de usurparle su puesto (“ser como Dios”). Ahora la Palabra, una vez más, habla de la necesidad de la humildad para poder entrar en la amistad con Dios, pues sólo el humilde obedece porque ama y se siente esencialmente dependiente de su Creador. El salmo 91 es una oración especial de confianza en el Señor invocando su protección contra todos los males y peligros. Es muy especial la siguiente oración del verso 2: “Refugio mío, Dios mío, confío en ti”. La humildad requiere la confianza, el humilde se confía a Dios, el arrogante sólo confía en sí mismo, cree no necesitar de Dios y humilla a los demás. Por lo tanto, sólo el humilde ora de verdad y es escuchado por Dios, en cambio el soberbio, aunque se dirija a Dios no es escuchado porque en su interior no quiere seguirlo sino auto justificarse y manipular a Dios a su acomodo. En la segunda lectura el apóstol san Pablo anima a la comunidad de creyentes a vivir no de lo que se ve, sino de la fe: “En todo momento tenemos confianza… Y caminamos a la luz de la fe y no de lo que vemos” (2Co 5,6-7). La confianza y la esperanza son concedidas a las personas de oración sincera, que se saben limitadas, inclinadas a aferrarse a sí mismas o a lo terreno, y que por lo tanto no se cansan de suplicar a Dios su fuerza para vivir de Él, de la fe, y no del engaño de poner la confianza en sí mismo, en los demás o en lo terreno. En el Evangelio Jesús resalta la fuerza interior imparable que tiene en sí el Reino de Dios, lo compara con la semilla de mostaza que “es la más pequeña de las semillas, pero, una vez sembrada, crece, se hace la mayor de todas las hortalizas” (Mc 4, 31-32). Así es el verdadero discípulo que por su humildad y confianza total en Dios es acogido en la amistad con el Señor y es depositario de los misterios del Reino, pues, “Dios se enfrenta con los soberbios, pero da su gracia a los humildes” (Sant 4,6; 1Pe 5,5). El mismo Jesús lo dijo en otra ocasión: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha aparecido bien” (Mt 11,25-26).

Mié 9 Mayo 2018

Ascensión, fiesta de esperanza

Primera lectura: Hch 1,1-11 Salmo Sal 47(46),2-3.6-7.8-9 (R. Cfr. 6) Segunda lectura: Ef 1,17-23 o Ef 4,1-13 (forma larga) o Ef 4,1-7.11-13 (forma breve) Evangelio: Mc 16,15-20 Introducción La Ascensión es fiesta de esperanza y anuncio confiado de la misión de la Iglesia que debe actuar el Reino y recordar que es el Cuerpo de Cristo que, viviendo en el mundo, proclama la victoria de su Salvador. ¿Qué dice la Sagrada Escritura? La Palabra Divina tiene hoy unos tintes especiales: narra, alaba, comunica, estimula. Nos dice qué pasó el día de la Ascensión, esto es, nos remite al momento histórico en el que Jesús asciende a la gloria, ante el estupor de sus amigos, narrado con amoroso cuidado por Lucas en los Hechos, cantado en el Salmo como jubilosa bendición al Señor de la Historia, proclamado por san Pablo en clave de esperanza para cuantos seguimos en el mundo, comprometidos a ser “cuerpo” con cabeza glorificada, comunidad que tiende hacia la gloria. ¿Qué me dice la Sagrada Escritura? La palabra proclamada me llama, nos llama, a reconocer el camino que nos ha de llevar a unirnos con Cristo Cabeza. Nos indica que, como cuerpo suyo, no podemos aislarnos ni alejarnos, no podemos perder la comunión con quien nos ha precedido en su camino de gloria. Esta Palabra compromete, me compromete, nos compromete, a vivir en dignidad, a mirar en Cristo glorificado no solo una meta lejana a la que llegamos tras el camino de la vida, sino el inmediato testimonio de amor y de esperanza que debe transformar nuestras acciones en ascensión de lo humano, en crecimiento de fe y de esperanza que nos hace santos y nos hace contagiar en alegría la vida de fe que va madurando, la esperanza que se concreta, la caridad que impulsa obras y acciones en clave de Reino de Dios. ¿Qué me sugiera la Palabra que debo decirle a la comunidad? La Ascensión es una fiesta intensamente eclesial. La solemnidad nos conecta con lo glorioso, lo que da vida, con la esperanza más plena. Jesús, al ascender a la gloria, no nos deja solos al frente de una nave desvencijada, nos pone a conducir en misión y compromiso, a todos los que encuentren en el testimonio de nuestra fe una nueva y verdadera razón de vivir. Hay muchas pérdidas de esperanza entre nosotros. Vivimos en el tiempo en medio de una desesperada carrera que muchas veces no nos lleva a ninguna parte, que no nos da un sentido para la vida, que nos aparta de todos y nos encierra en el oscuro espacio del individualismo. Jesús hoy nos hace cuerpo, su cuerpo, porque desde la Ascensión de Jesús, nosotros somos sus manos que acogen y abrazan, su palabra que anuncia, sus ojos que penetran con la mirada de la fe los oscuros recintos de la soledad y de la amargura. Nosotros somos ahora los pies de Jesús que caminan hacia el que nos necesita, somos sus oídos que escuchan clamores de justicia y de esperanza, somos sus labios que ahora proclaman a todos la vitalidad de la fe que entra en el corazón de todos para hacernos mensajeros de paz, de reencuentro, de reconciliación. Estas tareas urgentes son la misión de la Iglesia hoy, que, sin dejar de mirar a su referente absoluto, se siente servidora de la esperanza, portadora auténtica de la verdad que nos hace hermanos y no simplemente cifras, de la alegría que nos hace fraternidad gozosa que se sobrepone a las angustias de la vida fortaleciéndose con la gracia del Espíritu cuya novena estamos realizando. La Ascensión dinamiza el pequeño grupo de los discípulos de Jesús, pues los concentra en oración y los unifica en la esperanza. ¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión? Siendo la Ascensión la cima del ministerio de Jesús, no significa su conclusión sino la experiencia de comunicar a los discípulos la tarea de la misión. La Ascensión es la misión propiamente dicha. Jesús envía a sus seguidores y les promete que su acción en el mundo se verá enfrentada a no pocas dificultades, pero también se verá enriquecida con exquisitas gracias y dones que la harán fecunda y gozosa. Nuestra experiencia de Discípulos parte de un encuentro con Jesús vivo y gozoso. Aquel día en el que el Señor deja a sus discípulos con la responsabilidad de extender el anuncio a todos los pueblos, los impulsa para que, sin temor, se acerquen a la comunidad que los aguarda y a los pueblos que los esperan, llevando la propia convicción del amor de Dios, contando, como lo dice de modo admirable la introducción a la Primera Carta de San Juan, todo lo “que hemos visto, oído, palpado del Verbo” (Cfrr. I Juan 1, 1ss). Para mí, para nosotros, no es posible iniciar una experiencia de misión sin una previa experiencia profunda de Dios, del amor entregado, de la palabra viva, de la alegría que sólo Jesús puede comunicar. Un discípulo-misionero lee la Ascensión como un punto de partida en el que se inicia un largo camino previamente preparado en la formación y en la contemplación de aquello que se ha de proclamar. Aquí interviene de modo especial el testimonio de quienes antes y siempre han sido fieles a Jesús, por lo que encuentra sentido pleno y sabor especial la memoria de María, Reina de los Apóstoles, en su servicio de formadora y animadora de la comunidad con el testimonio de su fidelidad.

Jue 3 Mayo 2018

La única realidad para nuestra vida es el amor

Con la alegría que caracteriza este tiempo pascual, entremos en la celebración de la Eucaristía, donde se nos entregará la fuerza del amor que viene de Jesucristo muerto y resucitado, para que, llenos de Él, podamos ir a anunciar a los hermanos que el amor está vivo. Primera lectura: Hch 10,25-26.34-35.44-48 Salmo Sal 98(97),1.2-3ab.3cd-4 (R. Cfr. 2b) Segunda lectura: 1Jn 4,7-10 Evangelio: Jn 15,9-17 Introducción Las lecturas en la liturgia de hoy nos conducen a comprender que la única realidad necesaria para nuestra vida es el Amor. Este amor es el Ágape, es decir, el amor de donación y no puede venir de nosotros mismos, sólo puede venir de Dios y se concretiza en el amor a los hermanos. Quien ama así, es porque ha nacido de Dios. ¿Qué dice la Sagrada Escritura? Amar es algo propio de los hijos de Dios, puesto que es lo propio de Dios: “El Amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”. Dios es Amor. Este Amor se nos ha manifestado, Dios no lo ha dejado escondido, nos lo ha entregado porque nos ama. La pregunta necesaria emerge: ¿Cómo se ha manifestado este amor? ¿Cómo nos lo ha entregado? Y la misma escritura da la respuesta: “En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios, en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él”. ¿En qué consiste este amor? La palabra nos descubre la realidad de este amor, su esencialidad, su naturaleza: “En esto consiste el amor: no en que hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación para el perdón de nuestros pecados”. Aquí se nos descubre algo mucho más grande: Su amor ha sido para el perdón de nuestros pecados” y Jesús, el Hijo, se ha vuelto “víctima de expiación”. Es precisamente lo que hemos celebrado en la Semana Santa: La pasión, muerte y resurrección de Jesús. La noche de la vigilia pascual hemos cantado con inmenso gozo: ¡Aleluya, ha resucitado! Y hemos renovado nuestras promesas bautismales. Es maravilloso lo que ha sucedido en nuestro bautismo: “Por el inmenso amor que el Padre nos tiene, nos ha hecho partícipes de la muerte de su Hijo, para que, muriendo en Él, nuestra muerte fuera vencida y pudiéramos alcanzar la plenitud del amor, es decir la máxima felicidad”. Y porque el salario del pecado es la muerte, el Padre ha realizado su plan de Salvación, es decir, ha planeado cómo liberarnos del poder de la muerte. Nosotros estamos muertos cuando no podemos amar; esto es el pecado: “la imposibilidad de amar”. El pecado produce una muerte ontológica en nuestro ser y nos incapacita para amar. En el Evangelio de hoy se nos anuncia: “Como el Padre me amó, yo también os he amado, permaneced en mi amor”; porque “Este es mi nuevo mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo los he amado”. La expresión: “como yo”, ya nos hace mirar la Cruz. Jesucristo nos ha amado hasta dar toda su vida por ti y por mí, derramando su sangre en la cruz, de esta manera, hemos sido llamados a amar así, hasta el dolor, hasta morir por el otro. ¿Qué me dice la Sagrada Escritura? El viernes santo se nos ha expuesto la cruz para adorarla: “Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo” y nosotros dimos una respuesta: “Venid adoremos”. La hemos adorado como el nuevo árbol que nos da la vida. Porque en un árbol ha subido la serpiente (Cfr. Gen 3) para engañar al hombre y a la mujer y nos ha convencido de que Dios no nos ama. De ahí que la soberbia del ser humano se ha levantado contra Dios y le ha dicho “No” a su plan de amor. El árbol que Dios prohibió comer so pena de muerte, ahora aparece: “Apetitoso a la vista, bueno para comer y excelente para ganar sabiduría” (Gen 3,6). Entonces la paz del jardín se ha perdido y ante la presencia de Dios ha entrado el miedo. El libro de la Sabiduría en 2, 23 y 24, nos ha dicho: “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo y la experimentan sus secuaces”. Dios ha preparado el momento culminante para vencer esta muerte, es decir, la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la envidia y la pereza. Pecados capitales que conducen a otros y destruyen la vida del ser humano. Le hacen infeliz. Por ellos se destruyen los hogares, consecuencia de la infidelidad; por el apego al dinero se descuida la vida de la familia y el trabajo se convierte en ídolo; el amor expresado en la sexualidad viene herido por la pornografía, por los abusos, por el aborto y crece un culto desmedido al cuerpo. En la realidad social es preocupante la violencia intrafamiliar, el abandono de los niños, la cultura del descarte, que nos ha denunciado fuertemente el Papa Francisco, los odios y rencores, resentimientos y venganzas; discriminación racial y muchos hombres y mujeres marginados a las periferias existenciales. Todo esto es signo de muerte, consecuencia del pecado que aísla, que separa, que desconoce el rostro del otro, lo ignora y lo mata. Pero la solución está ya dada: Jesucristo ha vencido esta muerte muriendo en la cruz, en el nuevo árbol de la victoria, de la salvación. En la Cruz Jesús nos ha gritado: ¡Dios sí te ama! La Cruz es el sendero angosto, la puerta estrecha por la que se entra en la vida eterna. Jesús es nuestra Pascua, el paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz. Quien llega a conocerlo y a tenerlo, encuentra el tesoro del Reino, la perla preciosa. ¿Qué me sugiera la Palabra que debo decirle a la comunidad? Jesús nos ha mostrado cómo los hijos de la luz, los cristianos, los creyentes, por su victoria sobre la muerte, son capaces de amar donde el mundo no ama. Porque el amor de Dios es amor al enemigo, es decir, al que destruye, al que desinstala, al que incomoda. Enemigo es el esposo cuando grita a su esposa; es el hijo que no escucha; la hija que desobedece; el jefe que señala y condena; la mamá que regaña, el papá que llega borracho a casa, el hijo drogadicto. Para amar ahí, es necesario tener a Jesucristo. Por Él podemos amar al otro, porque Él ha destruido, por su muerte y resurrección, el muro que nos separaba: el odio. Sólo por Él podemos bajarnos de nuestra soberbia y mirar el rostro de quien ha caído apaleado y está herido tirado en el camino; sólo por Él, podemos entrar en el perdón y expresar la misericordia; colocar la otra mejilla, bendecir al que me injuria, orar por quien me persigue. El Señor nos pide: “Permanezcan en mi amor”. El mandamiento del amor no puede venir sino de lo alto, no de nuestras propias fuerzas: es Don. Es regalo que viene de la Pascua. Dios es amor. Dios nos ha amado de primero. Amémonos los unos a los otros. Que el mundo, al vernos vivir pueda exclamar: “Miren cómo se aman”. El mandamiento del amor fraterno había sido expresado en forma negativa. “Quien no ama, peca y el pecador no puede conocer a Dios. Ahora el mandamiento viene afirmado en forma positiva: “El amor es necesario porque Dios es amor, porque el amor viene de Dios”. El amor que el ser humano tiene por Dios es siempre una respuesta. El amor de Dios ha sido demostrado en los hechos, históricamente, por Dios en Cristo para la salvación del hombre. Es un amor electivo y creador, considerado no sólo por las perfecciones en sí mismas de Dios, sino por su intervención en la historia. Así en el Nuevo Testamento el amor de Dios ha sido demostrado por el “acontecimiento Jesús”. El amor del hombre por Dios, es siempre una respuesta y una consecuencia del amor de Dios por el hombre. Es el amor de Dios el motivo determinante para nuestras relaciones con los hermanos. El amor, Ágape, de donación, crece y madura en comunidad. Es por esto por lo que conviene formar pequeñas comunidades donde, a la luz de la palabra y bajo el ejercicio permanente de entrar en contacto con ella, mediante una iniciación cristiana, nuestros corazones vayan adquiriendo la forma cristiana-creyente. Nuestras parroquias podrán ser “comunidad de comunidades” donde los que no crean todavía puedan ver el amor en el morir por el otro y en el amar donde nadie desea amar. Finalmente, esta misteriosa y maravillosa realidad cristiana no puede ser justificada sólo con el amor fraterno que, en últimas, puede llegar a caer en el subjetivismo. Es necesario darle un fundamento objetivo, un fundamento fuera de nosotros, o que viene a nosotros desde fuera de nosotros. Esta realidad objetiva es el Espíritu Santo. Dios nos ha hecho don de su Santo Espíritu. El bautizado creyente es consciente de una vida nueva en su interior, una vida que le ha sido donada por Dios: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5); aquí radica la grandeza y la importancia de nuestro bautismo. ¿Cómo el encuentro con Jesucristo me anima y me fortalece para la misión? La Eucaristía es la concreción de este amor ágape. En ella, todos los hermanos, al participar de la muerte y la resurrección de Cristo, se transforman en un solo cuerpo bajo un mismo Espíritu, llegando a ser idóneos para celebrarla (ChfL 26). Es el máximo grado de la fraternidad expresado en la paz que viene compartida; es el manantial de la misión que viene encomendada: “Vayan y muestren con su vida lo que aquí han visto y oído”: Ite misa est.

Lun 23 Abr 2018

Ya llegó la Predicación Orante de la Palabra

La Conferencia Episcopal de Colombia (CEC) a través del Departamento de Liturgia ha publicado las Orientaciones para la Predicación Orante de la Palabra y las Moniciones y Oración Universal o de los Fieles Ciclo B, 2018. Con este subsidio se quiere animar y ayudar a los ministros de la homilía “a reconocer la importancia y la necesidad de acercarse también a esta fuente, para percibir y asentir que la asamblea reunida experimente el amor y la misericordia de Dios que continúa actuando y obrando maravillas en medio de su pueblo”. El Departamento de Liturgia recuerda que la homilía es un acto de culto, por medio del cual, no solo se da una instrucción al pueblo, sino que se rinde homenaje de adoración a Dios y se ofrece la santificación a la comunidad. La Predicación Orante de la Palabra y las Moniciones y Oración Universal o de los Fieles está disponible en la Librería de la Conferencia Episcopal de Colombia (CEC).