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arzobispo medellín

Mar 22 Ago 2017

Nueva ocasión para impulsar la evangelización

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - Dentro de pocos días tendremos con nosotros al Papa Francisco. Es Pedro quien viene a confirmarnos en la fe, a reforzar la unidad y a invitarnos a lanzar las redes. La Visita Apostólica del Santo Padre no es un espectáculo sino un acontecimiento de salvación, que debe hacernos sentir la alegría del Evangelio y la fuerza del Espíritu para anunciar lo que Dios va haciendo entre nosotros. Por tanto, debemos conducir todo para que sea una nueva oportunidad de comprometernos a vivir como auténticos discípulos de Cristo y como mensajeros de la vida en plenitud que él nos trajo. No podemos negar que en los últimos años ha crecido la descristianización de las personas y de la sociedad. La Iglesia viene constatando la necesidad acuciante de una nueva forma de realizar la misión. Desde el Concilio Vaticano II, pasando por el magisterio de los últimos Papas, hasta llegar a la reflexión pastoral que se ha hecho en América Latina, todo apunta a la urgencia de una nueva evangelización en la que nos jugamos la vitalidad y el futuro de la Iglesia. En ese sentido hablan Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, Redemptoris Missio de Juan Pablo II, Evangelii Gaudium de Francisco. Aparecida nos puso en estado de misión. Pero una cosa son los grandes documentos y los proyectos que se hacen desde arriba y otra muy distinta lo que se vive a nivel de personas y parroquias, donde no siempre logran concretarse nuevos modos de vivir y anunciar el Evangelio. Hay una serie de factores que impiden un cambio radical de mentalidad y de acción pastoral para lograr lo esencial: volvernos discípulos misioneros de Jesús y transformar desde adentro los criterios y la vida de la humanidad. Sin pretender hacer una lista completa, quiero señalar algunos elementos concretos que nos pueden ayudar a dar pasos en una evangelización nueva y eficaz. 1. Es necesario comenzar siempre por el primer anuncio. Sin él la catequesis no tiene sentido y no se acepta. El kerigma que toca el corazón es indispensable para abrirse a la fe y a la conversión y para iniciar consciente y responsablemente un camino de formación en la fe. 2. Hay que asumir ya nuevas formas de vivir y expresar la fe. La pastoral de conservación es para una sociedad cristiana; por lógica, no sirve para una sociedad descristianizada. Podemos estar desperdiciando el tiempo y las fuerzas en una estructura inoperante. 3. Urge aprender a formar e integrar nuevos evangelizadores. Hay buena voluntad, pero nos vamos quedando los mismos que, agotados por el trabajo y repitiendo lo mismo, no podemos lograr algo distinto. Mientras tanto, la comunidad se debilita. 4. Es muy importante construir y propagar buenos modelos. Si vivimos radicalmente el Evangelio, si damos liderazgo a los laicos y si respondemos a las necesidades de hoy, surgen experiencias de vida cristiana que por sí mismas crecen y se multiplican. 5. Es bueno suscitar un deseo de lo nuevo. Cuando se impone el miedo a lo desconocido y la sospecha frente a lo que no sea “lo de siempre”, no damos el primer paso hacia un nuevo planteamiento en la forma de vivir para Dios y para los demás, siguiendo a Cristo. 6. Es definitivo abrirnos al Espíritu Santo. El Espíritu es quien nos conduce en una relación filial con Dios, nos da testimonio de Jesús, crea comunidad y le da poder a toda nuestra acción evangelizadora. Si le obedecemos, él pone en nosotros vida, unidad, sabiduría y fortaleza apostólica. Los tiempos de cambio cultural y social son los mejores para hacer vida el Evangelio, porque en el Evangelio se ofrece la respuesta a todo lo que no sabemos y necesitamos. La Visita del Papa es una ocasión para reencontrar y asumir la importancia de la nueva evangelización como misión propia y urgente de la Iglesia en el momento que vivimos. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Mié 16 Ago 2017

¿Cómo va la preparación para la visita del Papa?

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - La próxima Visita Apostólica del Papa Francisco a Colombia es una oportunidad privilegiada para acercarnos a la verdadera identidad, a la misión específica, al misterio último de la Iglesia. Con este propósito, quisiera señalar algunos criterios o sugerencias que pueden ser útiles para nuestra reflexión. 1. Debemos superar la visión de la Iglesia como una simple institución humana. Con frecuencia se la mira solamente como una organización con fines culturales o sociales. Es verdad que la misión de la Iglesia debe tener hondas repercusiones en el modo de vivir la sociedad y que con frecuencia debe suplir tareas en campos como la educación, la salud, la promoción laboral. Sin embargo, la Iglesia ha sido congregada y enviada por Cristo como testigo y servidora de un proyecto más grande: el plan de salvación de Dios. 2. Debemos ver la profunda unidad entre Cristo y la Iglesia. Desde la experiencia inicial de Cristo y los Apóstoles, como está documentada en los textos bíblicos, Cristo se identifica con su Iglesia, se prolonga en ella, actúa a través de ella. No tiene ningún sentido decir que se cree en Cristo, pero que no se cree en la Iglesia. En efecto, la Iglesia sin Cristo no tiene razón de ser y Cristo quiere tener una nueva y actual corporeidad por medio de la Iglesia. La fe en Cristo sin la Iglesia no supera lo que sería una idea, un sentimiento, o un afecto a un personaje. 3. Debemos considerar que la vida y la misión de la Iglesia no se fundamentan, como piensan algunos, en sus logros culturales, en sus estrategias políticas, en sus bienes materiales, en su trayectoria histórica, en su imagen mediática, en sus proyectos sociales. La Iglesia, en realidad, vive de una misteriosa y permanente intervención de Dios que la ha pensado desde siempre, la sostiene en el tiempo y la hace capaz de una vocación que ciertamente la supera: continuar el dinamismo de la Pascua de Cristo. 4. Debemos vivir la indispensable dimensión comunitaria de la Iglesia. Sin ella, la auténtica Iglesia de Cristo no existe, porque no es posible seguir a Cristo, hacer presente a Cristo, continuar la obra de Cristo en solitario. Aun en el plano humano, no se puede creer ni amar sin referencia a los demás. La mentalidad individualista lleva sólo al egoísmo y a la autosuficiencia, que finalmente constituyen un fracaso en el plano del ser y del hacer. Crear comunidad es una tarea pendiente y apasionante 5. Debemos incrementar el sentido de pertenencia de todos los bautizados a la Iglesia. No aparece la auténtica Iglesia si se la identifica únicamente con obispos, presbíteros y religiosos. La Iglesia somos todos los bautizados, cada uno con un puesto y una función en el Cuerpo del Señor. Siempre nos complementamos y apoyamos mutuamente los unos en los otros. Llegar a esto exige una formación espiritual y catequética permanente, una dinámica renovada de comunión y participación. 6. Debemos aprender a amar a la Iglesia, más aún a sentir con la Iglesia y a vivir todo con la Iglesia. Esto se logra cuando descubrimos que la Iglesia es nuestra madre, que nos ha engendrado en la fe y nos conduce en el conocimiento y la experiencia de Cristo. Más allá de sus limitaciones y pecados, que son los de todos nosotros, la Iglesia es la institución más noble, más sólida y más bella que pueda tener la humanidad. Para cada uno de nosotros, la Iglesia no puede ser sino un motivo creciente de alegría y corresponsabilidad. 7. Debemos percibir que es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia y que lo hace cuando nos mueve a cada uno de nosotros, con fuerza y con dulzura, a la santidad, a la fraternidad y al compromiso apostólico. Si la Iglesia no logra ser plenamente luz y sal y ciudad sobre el monte, como Dios quiere que sea en el mundo, es por culpa de nosotros que nos resistimos a la enseñanza y a la acción del Espíritu Santo en nuestra vida. Estamos también hoy en la posibilidad de permitir y cooperar con el milagro de Pentecostés. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Vie 4 Ago 2017

Jesús Emilio, mártir

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - Nos ha sorprendido, por la gracia que entraña y por el momento en que ha llegado, la doble noticia de que el Papa Francisco ha reconocido el martirio de Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, Obispo de Arauca, y que él mismo presidirá su beatificación en Villavicencio el próximo 8 de septiembre. Como sabemos, Mons. Jesús Emilio fue torturado y asesinado por el ELN, mientras realizaba una misión pastoral en varias poblaciones de su diócesis, el 2 de octubre de 1989. El proceso que ha concluido con el reciente decreto del Santo Padre garantiza que no ha sido sólo una muerte más, dentro de la absurda violencia que padecemos, sino una muerte especialmente configurada con la de Cristo. La Carta a los Hebreos nos explica que la novedad de la muerte de Cristo consiste en que no es la de un incauto que cae en manos de sus enemigos, sino la de un sacerdote que, en lugar de ofrecer animales como sacrificio, se ofrece a sí mismo por la salvación de todos (cf Heb 9,11-14). De esta manera, destruyó la violencia que se vino contra él, mediante el amor. Desarmó y rompió la dinámica interna de la violencia haciéndose víctima por la causa que lo hizo vivir. La maldad de los que lo mataron quedó sepultada en la finalidad y en el amor con que él se entregó. No se dejó quitar la vida, la ofreció (cf Jn 10,18). La muerte de Cristo entraña un anuncio impresionante para la humanidad. Grita a cada persona humana que la violencia es un instinto arcaico, un regreso a comportamientos primitivos, una incapacidad lamentable de entrar en la libertad y la plenitud de vida que Dios quiere para cada ser humano. En realidad, la violencia nunca triunfa. En ciertos relatos el verdugo es el vencedor, pero Jesús trastocó las cosas; venció al dar la vida. San Agustín lo sintetizó: “Victor quia victima” (Conf.10,43). Sin la victoria sobre el mal, a fuerza de bien, no dejamos de ser una tribu primitiva También la muerte de Mons. Jesús Emilio trasciende en la grandeza de una ofrenda sacerdotal. Ha destruido el sinsentido de la violencia al tomar su vida y su muerte y hacer de ellas una experiencia y una continuación de la Pascua de Cristo, entregándose por su pueblo al permanecer con él y correr todos los riesgos de la misión. Con lucidez anotaba en su Diario el 16 de junio de 1975: “Por tanto, acepto mi muerte no en la claridad de la mente sino en el claroscuro de mi fe… La muerte es la encrucijada de todos los misterios. ¡Ya estoy muy cerca de desatar el nudo gordiano! Muy pronto, así lo espero en mis noches, yo veré”. Más aún, veintisiete años antes de su martirio había escrito: “Yo quiero expresar aquí, en la presencia del Dios que me ha de juzgar muy pronto, los sentimientos de mi alma: Quiero que la muerte realice, por fin, mi incorporación con Cristo y sea una reproducción de su dolor y una expiación de mis pecados y de los ajenos. Quiero, a pesar de mi naturaleza frágil, divinizar mi agonía, mi miedo, uniéndome al terror del Cristo de la agonía. Sobre todo, dejo constancia de mi fe en la resurrección de Cristo, que me será participada por su misericordia. En mi pecho tengo la certeza que me incorporaré de nuevo un día, después del tiempo y de la historia, después del olvido, la soledad y la podredumbre. Entonces la inmortalidad vestirá mi mortalidad y la Vida se absorberá mi propia muerte. El grano de trigo, podrido, surgirá hecho colino de perenne verdor, y el cuerpo tendrá la luz de las estrellas” (He ahí al Hombre, 1962, p. 172-173). Así, en el martirio de Mons. Jesús Emilio, preparado a lo largo de su vida de místico y de apóstol, ha resplandecido de nuevo la santidad de Dios y la dignidad de la persona humana. Su muerte fue el anuncio misionero más solemne, la prueba hasta la sangre de su entrega total por la grey y la mejor presentación de su ser realmente transfigurado por el Evangelio. Con su martirio nos dice, en este momento de la historia, que la vida se gana dándola, que la última palabra la tiene el amor, que no podemos entrar en la desgracia de claudicar ante el bien y la verdad y que la Iglesia, si es necesario, debe seguir siendo víctima para que continúe en el mundo el dinamismo de la resurrección del Señor. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Vie 14 Jul 2017

Es urgente formar e integrar a los laicos

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - El mundo en que vivimos sufre grandes y profundas transformaciones. En él, la Iglesia de Cristo debe anunciar la propuesta de plena realización humana y social que contiene el Evangelio. Esto implica renovar el compromiso apostólico, expresar adecuadamente el mensaje, encontrar nuevas formas para llegar a los distintos sectores; más aún, encarnar fecundamente la vida cristiana en la sociedad. Pero esto no es posible hacerlo sino en y a través de personas concretas. Por eso, uno de los más grandes y urgentes desafíos hoy es la formación integral y la participación de los fieles laicos. El catolicismo sociológico se cae a pedazos; de esa estructura viven cada vez menos personas. Es preciso entonces construir desde la base, antes de que sea tarde, una comunidad de discípulos de Cristo que viva a plenitud la fe y que con ella impregne la realidad de la familia, de la educación, del trabajo, de la política, de la economía, con la naturalidad de una lámpara que una vez encendida va poniendo mansamente su luz en todo lo que la rodea. Esto implica un proceso orgánico, progresivo, personal y comunitario de formación del laicado. A partir del Concilio Vaticano II se han abierto enormes posibilidades y perspectivas para que los laicos se integren y participen en la vida y misión de la Iglesia con la condición profética, sacerdotal y pastoral que les ha dado el Bautismo. Todos tenemos que contemplar con agradecimiento y alegría lo que el Señor ha venido haciendo en nuestra Arquidiócesis con muchos laicos: crece su empeño en formarse, despiertan su sentido de pertenencia a la Iglesia, se vinculan fructuosamente a diversos servicios en las parroquias, influyen de diversas maneras en la transformación de la sociedad, buscan la santidad. Sin embargo, a la vez, debemos constatar con honda preocupación la realidad de tantos bautizados que no salen de una gran ignorancia con relación a lo esencial de la vida cristiana, que mantienen una incomprensible pasividad y que encerrados en su aislamiento no se afanan por integrarse a un proceso de evangelización, por aprovechar la ayuda de sus hermanos y por testimoniar la alegría del Evangelio. Esto no puede seguir así. Una tarea urgente en la Iglesia es ayudar a todos los fieles a crecer en el sentido de responsabilidad frente al seguimiento de Cristo y frente a la misión que de él hemos recibido. En la historia de la Iglesia hay momento es que hay penumbras y son más difíciles las pruebas. Ante esas situaciones la reacción justa no es huir ni tampoco echarnos a dormir. Por el contrario, es la hora de despertar, de crear, de apurar el paso, de asumir el futuro con más pasión. Este momento de la Iglesia necesita un acertado protagonismo y un decidido compromiso de los laicos. Ellos, como nunca, deben ser testigos de Cristo, apoyo decidido de la vida parroquial, fermento de alegría y de esperanza en sus familias y en sus barrios, constructores de un mundo nuevo. Esto implica una formación humana y cristiana recia y adecuada a los tiempos que corren. Tienen que aprender a escuchar a Dios en su Palabra, a vivir el misterio de Cristo en la liturgia, a conocer profundamente el contenido de la fe, a construir comunidad en diversos niveles, a ser competentes para anunciar el Evangelio en múltiples ambientes y campos pastorales. Esta tarea de formar sólidamente a los laicos es prioritaria para los sacerdotes pero corresponde también a los mismos laicos que deben asumir con madurez su identidad y su tarea en la Iglesia. Saludo con gozo y esperanza el número grande de laicos formados y comprometidos que tenemos; los procesos de formación que están impulsando los sacerdotes en las parroquias, los delegados de pastoral y varias instituciones arquidiocesanas; los buenos resultados de las pequeñas comunidades y de los grupos apostólicos. Pero espero que avancemos mucho más con decisión y eficacia. No podemos perder tiempo. La Iglesia necesita en este momento una participación más activa y responsable del laicado. Permitamos que en los bautizados, mujeres y hombres, se renueven hoy las maravillas de Pentecostés. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Mar 27 Jun 2017

La grandeza del matrimonio

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo – Está bajando el número de los matrimonios. Para muchos, el matrimonio no produce más que problemas y hasta el divorcio resulta difícil y costoso. Por eso, algunos jóvenes optan por no casarse y otros por la unión libre que une sin unir y que presenta la relación ante la sociedad sin que establezca un gran compromiso hacia el futuro. Varios piensan que el matrimonio conserva las huellas de un pasado que cada vez está más lejos. Para algunos más es una celebración que pretende algo imposible: comprometer para toda la vida a dos personas cambiantes en una sociedad en evolución donde nada es estable y definitivo. Así se opaca el sentido del matrimonio. Se lo ve sólo como la garantía de una unión y hasta se lo ha utilizado para adquirir derechos, legitimar una herencia, reconciliar familias, reparar un acto prematuro o simplemente darle realce a una relación. Este no es el verdadero matrimonio. Sin embargo, a pesar de las apariencias, del ataque de ciertas ideologías y de la desconfianza de tantos, el matrimonio resiste. La mayoría de las parejas lo contraen o por lo menos lo desean, porque el auténtico matrimonio responde a un instinto natural fundamental en el que hay que buscar sus raíces El verdadero origen del matrimonio no está en la sociedad; Dios lo ha puesto en el interior de nuestro ser. Siguiendo la reflexión de Jean Onimus, nosotros tenemos necesidad de vivir juntos en un intercambio permanente, con las diferencias indispensables que fecundan el diálogo. Todo lo que es exterior a una pareja es contingente y de alguna forma la perturba. El amor durable es una realidad íntima, una exigencia del corazón; él vive sin hacerse notar, él madura y se purifica como el acero, él envejece como el buen vino, él no se deja arruinar por el tiempo porque sabe entrar en la eternidad. Probablemente, el matrimonio es la unión espiritual que cada vez se vuelve más inescrutable desde lo exterior; éste es su profundo misterio. Podría parecer grandioso pero a la vez absurdo que dos personas diferentes, cada una con sus costumbres, sus preferencias, su pasado, su libertad, se comprometan a vivir juntas hasta la muerte. Aparentemente, hay algo de locura en esta entrega total. Se han necesitado siglos para que la realidad del matrimonio se configurara en su plenitud. Cuando Jesús exige la fidelidad absoluta en el matrimonio, los discípulos reaccionan: “entonces es mejor no casarse”. En muchas culturas se ha tenido la presencia de una esposa principal rodeada de amantes de paso. Ha sido la solución cómoda para el doble deseo del amor: la permanencia y el cambio. Es la oposición entre el amor profano que aparece ante todo como un juego o un placer y el amor sagrado que es un fuego que trenza a la vez el deleite y lo espiritual. Con la ayuda de la contracepción, el acto de amor tiende hoy a volverse todavía más anodino y sin trascendencia. Comienzan a asomarse las graves consecuencias que vendrán de esta liberación de los sentidos, que está modificando la vida de las parejas. Es necesario llegar a la conciencia de que el verdadero amor está más allá; no puede surgir de un capricho sino de un don interior de otro orden. Lo que está aconteciendo entre nosotros anuncia una nueva etapa de la cultura, que ofrece la doble posibilidad de una sociedad dura y seca en la que el amor se configura con lo rutinario de la vida o de un amplio porvenir abierto al amor durable hecho de ternura y de donación. Pastoralmente tenemos que estar atentos a estos cambios, al principio casi imperceptibles, pero que dejan luego grandes efectos; así procede la evolución cultural. Hay que mostrar que el amor fiel es todavía más fresco y feliz que el otro; él lleva la alegría hasta la ancianidad; él introduce en lo absoluto y trascendente. La felicidad del matrimonio descansa en exigir toda la grandeza de que somos capaces. Es el poder de ir más lejos, hasta la completa unión. Es algo extraordinario y al mismo tiempo natural, como son todas las obras maestras de la vida. Sería una tristeza y una tragedia que permitamos que ya no se vea y se realice la belleza y la grandeza del verdadero matrimonio. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Lun 12 Jun 2017

Catorce puertas

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - Produjo gran impacto en 1995 la película “Seven”, dirigida por David Fincher. Esta cinta estadounidense de suspenso, cuyo guión original fue muy elogiado, muestra a dos detectives investigando una serie de asesinatos relacionados con los siete pecados capitales. Cada una de las víctimas fue seleccionada cuidadosamente por el asesino, con el propósito de mostrar que el pecado se revierte contra el pecador. Así van apareciendo, en este orden, la gula, la avaricia, la soberbia, la pereza, la lujuria, la envidia y la ira. Al parecer, fue el papa San Gregorio Magno quien en el siglo VI, después de revisar los trabajos de Evagrio y Casiano, clasificó siete inclinaciones o pasiones de la persona humana que denominó “pecados capitales” porque son la base o el origen de todos los pecados. La mayoría de las personas de hoy difícilmente sabrá repetir su lista y mucho menos explicar el significado. Sin embargo, esas pulsiones o dinamismos profundos del ser humano siguen siendo hoy la causa de grandes desgracias a nivel personal y social. El pecado es ir contra la verdad y contra el amor debidos a los demás por una indebida afirmación del propio yo y un apego perverso a ciertos bienes. De esta manera, todo pecado atenta contra la naturaleza del hombre y atropella la solidaridad humana y, por eso mismo, va contra Dios y su proyecto de salvación. Podemos decir que los pecados capitales, aunque olvidados en este tiempo, son siete puertas que nos están llevando de un modo directo al mal. La catequesis y la reflexión espiritual no pueden ignorarlos. Pero no basta advertir cuáles puertas llevan al mal; es preciso, ante todo, indicar las puertas que conducen al bien. Es decir, indicar las virtudes o disposiciones habituales y firmes para proceder de acuerdo con la verdad más profunda de nuestro ser, que nos hace libres y felices. Las virtudes, como los vicios, son dinamismos que mueven todas las facultades humanas, pero para armonizarnos con el amor de Dios y con el amor a los demás. Esto es preciso aprenderlo si se quiere llegar al arte de vivir. Hoy, después de años de silencio, se vuelve a hablar de las virtudes morales a partir de la célebre obra “Tras la virtud” del filósofo escocés Alasdair Macintyre. En este texto, de carácter ético, el autor hace una descripción ciertamente preocupante del comportamiento moral en nuestra sociedad. Para él, vivimos de fragmentos de una cultura ética anterior a los que ahora les faltan los contextos de los que derivan su significado. No se logra armar la vida sólo con retazos de un esquema conceptual. Por eso, Macintyre en lugar de centrarse en debates o temas específicos, subraya el aspecto central de las virtudes a través de las cuales puede alcanzar la persona la verdad y la bondad en las que encuentran plenitud todos los aspectos de la vida humana. Por consiguiente, la tabla de los pecados capitales es necesario completarla con las virtudes que los contrarrestan para ofrecer una alternativa moral: contra soberbia, humildad; contra avaricia, generosidad; contra lujuria, castidad; contra ira, paciencia; contra gula, sobriedad; contra envidia, caridad; contra pereza, diligencia. La reflexión sobre los vicios y las virtudes nos permite dirigir una mirada crítica sobre el comportamiento en nuestra sociedad y percibir también el horizonte de humanidad al que aspiramos. Ante la realidad que vivimos, donde hay confusión y dispersión acerca de los fines y los medios legítimos de la felicidad, la Iglesia no puede dejar de cumplir su misión profética de denunciar el mal y anunciar el bien que responde a la estructura y a las aspiraciones más hondas del ser humano. Es urgente que en la vida personal, en la familia, en la escuela, en el ámbito de la economía y la política, se reflexione sobre las puertas que llevan al bien y las que llevan al mal. Esto no sólo para acusar a personas e instituciones, sino para mirarnos al espejo y diagnosticar la cirugía integral que necesitamos. Estamos ante siete puertas que llevan al mal y siete que llevan al bien. Debemos escoger entre la vida y la muerte. Esa es la grandeza y la tragedia de nuestra libertad. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Mar 25 Abr 2017

Resucitaremos con ÉL

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - Estamos celebrando la Pascua, el acontecimiento fundamental de nuestra fe. Nosotros somos cristianos, es decir discípulos de Jesús, porque él ha resucitado de la muerte. “Si Cristo no hubiera resucitado”, dice San Pablo, “nuestra fe sería vana”. Ser cristiano, finalmente, es creer en la muerte y resurrección de Cristo, que ha cambiado la historia de la humanidad y debe cambiar también nuestra propia vida. Podemos acercarnos al misterio de la Pascua desde varios niveles. En primer lugar, el nivel fenomenológico. La resurrección de Cristo, aunque supera la historia, es un hecho que ocurre en la historia; por eso, se puede documentar desde diversos testimonios. Ninguno ha sido testigo ocular de la resurrección; pero muchos han dado fe del sepulcro vacío, de un encuentro personal con el Resucitado, de un movimiento de fe y de la realidad de la Iglesia que exigen, a la raíz, un hecho histórico extraordinario. La resurrección no es un mito o una hermosa fábula; es un hecho que históricamente no se puede negar. Luego, el nivel de la fe. La resurrección es también un hecho misterioso, humanamente inexplicable. Exige la fe, don de Dios, para ser comprendido y aceptado. El ejemplo clásico es el de Santo Tomás, que no estaba presente cuando Jesús se apareció a los otros apóstoles y no creía que hubiera resucitado. Pero cuando pudo ver a Jesús y tocar las llagas de sus manos y de su costado, entonces aceptó que verdaderamente estaba vivo; luego, del hecho histórico pasa a la fe, reconociendo a Cristo como su Señor y su Dios. Es necesario pedir la fe para no vivir como si Dios no existiera y como si Cristo no estuviera vivo. El tercer nivel de comprensión de la Pascua es el de la identificación con Cristo. No basta saber que resucitó y no basta aceptar que él ofrece un camino de salvación. Es necesario conocer y amar a Cristo, comprometerse con alegría a seguirlo, asumir su proyecto de vida que me llevará a vivir eternamente. La fe se me ha dado para que configure mi vida con la de Cristo y luego sea luz del mundo, sal para las personas con las que comparto, levadura para la sociedad humana. Vivir la Pascua significa encontrar un sentido para la propia vida, tener una meta en la existencia, caminar en la certeza de que resucitaré con él. La resurrección es la gran novedad del Cristianismo. Otras cosas las dicen, más o menos, las demás religiones y los demás libros sagrados; pero la resurrección de la muerte para vivir la vida eterna con Dios es una verdad que solamente Cristo nos ha revelado y nos ha prometido también a nosotros. Es en este nivel donde la Resurrección nos consuela y hace auténtica y feliz nuestra vida. Nuestra esperanza es ésta: Cristo ha resucitado para que nosotros también resucitemos. Así, la fe en la resurrección se vuelve un proceso que comienza ya y nos mantiene el espíritu joven en la conquista de la verdad, de la libertad y del bien. Cristo resucitado es fuente de gozo y de fortaleza, nos da una mirada llena de confianza sobre nuestra vida y sobre el mundo en el que vivimos; es decir, nos hace ver la realidad que nos rodea, no con nuestros ojos, sino con los ojos de Dios. A quien asume la vida en Cristo, a pesar de los sufrimientos y pruebas, no le faltan nunca la paz y la alegría. Qué importante que, en el momento actual cuando hay desorientación sobre las metas y eclipse de valores, cuando se necesitan más que nunca certezas absolutas y horizontes que resistan el paso del tiempo, nosotros seamos capaces de mostrar con nuestra vida y nuestro testimonio que la vida verdadera ya ha comenzado y se encuentra sólo en Cristo. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Lun 20 Feb 2017

El don de la vocación presbiteral

Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo - La Asamblea de los Obispos de Colombia, que se realizó la semana pasada, tuvo como objetivo central el estudio de la nueva “Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis” que, con la aprobación del Papa Francisco, fue publicada el 8 de diciembre de 2016. Esta versión actualiza el documento aparecido por primera vez en 1970; se propone concretamente, mirando en su conjunto la formación de los sacerdotes, asumir el magisterio pontificio sobre el particular y dar orientaciones precisas que respondan a los grandes desafíos que tenemos actualmente. La formación, inicial y permanente, de los sacerdotes debe ser comprendida en una visión única, integral, comunitaria y misionera. Comienza con el bautismo, se perfecciona con los otros sacramentos de la iniciación cristiana, se vive como un proceso de discipulado, capacita para la entrega de sí mismo en la caridad pastoral, exige un carácter eminentemente comunitario y continúa durante toda la vida. Una de las novedades del documento es mostrar la necesidad de la continuidad en el proceso formativo que se inicia en la familia y la parroquia, se desarrolla en el seminario y se prolonga en el ministerio. El ministerio ordenado tiene su origen más profundo en el designio amoroso de Dios que, sellado con la sangre de su Hijo e impulsado en el tiempo con la fuerza de su Espíritu, consagra y envía a unos elegidos para que a través del servicio sacerdotal conduzcan a su pueblo. Así lo que expresa el profeta Jeremías cuando pone en la boca de Dios esta promesa ardiente: “Les daré pastores según mi corazón”. Por eso, toda la formación sacerdotal, inicial y permanente, se orienta a configurar pastores que sirvan al pueblo con el mismo amor de Dios. Para lograr esto, la Ratio propone que la formación inicial se estructure en cuatro etapas. La etapa propedéutica, que ayuda al seminarista en su maduración humana y cristiana. La etapa discipular lo guía en la afirmación consciente y libre de su opción de seguir siempre a Jesús. La etapa de configuración lo impulsa en un camino espiritual para identificarlo con Cristo Siervo, Pastor, Sacerdote y Cabeza de la Iglesia. La etapa pastoral lo lleva a comprender que su vocación y misión se viven en la inserción en un presbiterio y entregado generosamente a la comunidad eclesial. La formación permanente, por su parte, conduce a que la experiencia discipular de quien es llamado al sacerdocio no se interrumpa jamás. Así, el sacerdote, bajo la acción del Espíritu Santo y con la ayuda de sus hermanos presbíteros, se mantiene en un proceso de continua configuración con Cristo. Es un camino de conversión para reavivar constantemente el don recibido. Así va superando todos los desafíos: la experiencia de la propia debilidad, el riesgo de sentirse funcionario, el reto de la cultura contemporánea, la atracción del poder y la riqueza, la fidelidad al celibato y el propósito de entregarse hasta el final. Nos llegan muy oportunas las directrices de la Ratio en este momento en el que, con justa razón, el mundo nos reclama a los sacerdotes que seamos íntegros, auténticos, responsables y capaces de entregar la vida. Es un llamamiento a que toda la Arquidiócesis se sienta comprometida con la búsqueda, acompañamiento e integración en la vida eclesial de los candidatos que van al Seminario, de acoger a los que no terminan el proceso en el Seminario pues deben ser después los mejores laicos en sus parroquias y de lograr que cada sacerdote se responsabilice seriamente del don que ha recibido y lo ofrezca eficazmente a los demás. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín