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Opinión

Vie 13 Mayo 2022

Tres paradojas, con San Isidro Labrador

Por: Mons. Fernando Chica Arellano - Llega el 15 de mayo y, con esa fecha, la fiesta de san Isidro Labrador, patrono de los agricultores, especial protector de muchas cooperativas y entidades rurales, modelo de vida cristiana para multitud de personas sencillas, así como fuente de gozo espiritual para numerosos pueblos de España y de América Latina. Su vida se desarrolló principalmente en la España del siglo XII. Fue elevado a los altares en 1622, en la misma ceremonia que Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier y San Felipe Neri. Para este 2022, en el que se cumplen los 400 años de su canonización, el Papa Francisco ha concedido un Año Santo Jubilar, que dará inicio el 15 de mayo próximo y terminará el 15 de mayo de 2023. Con esta ocasión, quiero invitar a reflexionar sobre ciertas “paradojas” que aparecen en la vida de san Isidro. Aclaro, de entrada, que aquí me inspiro en el cardenal Henri de Lubac, afamado teólogo jesuita del siglo XX, para adoptar una visión positiva de la paradoja. No considero, pues, que este término se refiera a algo contradictorio, confuso o incomprensible. Más bien, pienso que las paradojas ofrecen miradas incompletas que apuntan a la plenitud. Formulan realidades que nos sacuden y nos equilibran. Son polaridades en tensión que nos dinamizan, que expresan la búsqueda en espera de una síntesis mayor. Lo urbano y lo rural La primera paradoja se refiere a que san Isidro es el patrón de una gran ciudad como es Madrid, la capital de España. Pero es, al mismo tiempo, un santo eminentemente rural, con ermitas en muchos pueblos pequeños, que en estas fechas salen en procesión pidiendo la intercesión de este insigne amigo del Señor para lograr el agua necesaria y unas buenas cosechas. Nuestra época está conociendo una evolución demográfica sin precedentes. Por primera vez en la historia, la mayoría de la población mundial (aproximadamente, el 55% del total) reside en ciudades. Se estima que, cada día, la población urbana aumenta en 200.000 personas en todo el mundo y que, para el año 2050, dos tercios de la humanidad vivirán en grandes urbes. Ahora bien, junto a estos datos estadísticos hay que considerar otra realidad cualitativa, más compleja. Se trata del doble fenómeno (paradójico) de la urbanización del campo y de la ruralización de las ciudades. Por un lado, las condiciones de vida de los pueblos van modificándose por la tecnología, el transporte, los bienes de consumo y los suministros energéticos, de modo que el ritmo y el estilo de vida de esos municipios se parecen más a los de las ciudades de antes. Por otro lado, en las grandes urbes se observa un fenómeno de ruralización del extrarradio, debido a las fuertes migraciones de población del campo que, como estrategia de supervivencia, intentan reproducir en la ciudad sus estilos de vida, ahora desarraigados. Este es un fenómeno muy habitual en África y en América Latina, que plantea serios retos que hay que encarar ofreciendo condiciones de vida dignas (vivienda, salubridad, alimentación, etc.) para millones de personas. Los medios y los fines En el llamado “Códice de San Isidro” (escrito a fines del siglo XII y encontrado en 1504) se narra uno de los episodios más conocidos del santo, el llamado milagro de los bueyes. Alguien acusa a Isidro de que abandonaba el trabajo para dedicarse a la plegaria; cuando investigan el asunto, espiando al labrador, descubren que, efectivamente, Isidro se dedica a orar, pero los bueyes siguen arando solos o, más bien, guiados por unos ángeles. Los ángeles significan, en toda la tradición bíblica y cristiana, los seres mediadores de Dios. Su figura ofrece un modo concreto de expresar el equilibro (siempre paradójico, en cierto sentido) entre medios y fines. En nuestro mundo contemporáneo, sabemos que “la tecnociencia bien orientada no solo puede producir cosas realmente valiosas para mejorar la calidad de vida del ser humano” (Laudato Si’, n. 103), sino que también puede producir efectos perniciosos. Esto ocurre cuando asumimos “la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional” (Laudato Si’, n. 106), en lo que el Santo Padre ha llamado la globalización del paradigma tecnocrático. Podemos decir que, con frecuencia, “tenemos demasiados medios para unos escasos y raquíticos fines” (Laudato Si’, n. 203). Triste paradoja, bien alejada de los bueyes de san Isidro. La activa contemplación Otros episodios conocidos de la vida de San Isidro son el milagro del molino (multiplicando el trigo que ofrece a las palomas), el milagro del lobo (en el que, a través de la oración, defiende a su burro amenazado por el depredador) y el milagro de la olla (logra alimentar a muchos, ampliando la comida disponible, metiendo varias veces el mismo puchero). Todos estos ejemplos son paradójicos, en cierto sentido. Porque todos ellos muestran que la santidad cristiana se edifica sobre un doble cimiento, que siempre ha de mantenerse en tensión creativa y dinámica: la oración y la acción, el entusiasmo y la docilidad, la primacía de lo divino y la radical solidaridad humana, el amor a Dios y el amor al hermano, la confianza en la Providencia y el esfuerzo cotidiano. Estos binomios han de enmarcar la vida del discípulo de Cristo, que, como dice el refrán popular, ha de andar en un armónico “a Dios rogando y con el mazo dando”. Son estas también las coordenadas que hallamos en las preciosas reflexiones de San Agustín de Hipona, desglosadas en el Oficio de lectura de la liturgia de las horas de la memoria de San Isidro: «Sembrad, aunque no veáis todavía lo que habéis de recoger. Tened fe y seguid sembrando. ¿Acaso el labrador, cuando siembra, contempla ya la cosecha? El trigo de tantos sudores, guardado en el granero, lo saca y lo siembra. Confía sus granos a la tierra. Y vosotros, ¿no confiáis vuestras obras al que hizo el cielo y la tierra? Fijaos en los que tienen hambre, en los que están desnudos, en los necesitados de todo, en los peregrinos, en los que están presos. Todos estos serán los que os ayudarán a sembrar vuestras obras en el cielo» (Sermones 53 A, 5). Eso vivió san Isidro Labrador y eso mismo han captado bien numerosas gentes del campo a lo largo de la historia, a lo ancho de la geografía. Y eso necesitamos encarnar todos nosotros, si queremos llevar una vida plena que nos permita atisbar la fecunda paradoja del Evangelio. Mons. Fernando Chica Arellano Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

Mar 10 Mayo 2022

Santuarios marianos y espacios naturales

Por: Mons. Fernando Chica Arellano - El mes de mayo es el mes mariano por excelencia. Todo él se ubica plenamente en la primavera y en el tiempo de Pascua. No puede extrañar, por ello, que la piedad popular haya unido la devoción mariana a las ofrendas florales. “Venid y vamos todos, con flores a porfía, con flores a María, que Madre nuestra es”, dice la canción. En estos párrafos quiero detenerme en esta conexión, concretamente desde la óptica del cuidado maternal de la casa común. El teólogo Jaime Tatay Nieto, sj, que también es ingeniero de montes, lleva algunos años investigando acerca de las interacciones entre los sitios naturales sagrados y los espacios naturales protegidos. En lo que sigue me apoyo en varios de sus artículos y en las sugerentes reflexiones que suscita su aportación. A menudo encontramos que, en un mismo espacio, conviven un santuario religioso y un paraje ecológicamente sensible y, como tal, protegido por la ley. Pensando en España y por mencionar solo los Parques Nacionales, encontramos la Ermita de la Virgen del Rocío en Doñana (Huelva); el Santuario de la Virgen de Covadonga en los Picos de Europa (Asturias). En las Islas Canarias hay cuatro casos: la Ermita de Nuestra Señora de los Dolores en Timanfaya (Lanzarote), el Santuario de la Virgen de las Nieves en el Teide (Tenerife), la Ermita de la Virgen de Lourdes en Garajonay (La Gomera) y la Ermita de la Virgen del Pino en la Caldera de Taburiente (La Palma). Este listado inicial es solo un botón de muestra de algunos de los lugares más conocidos, pero la realidad es mucho más amplia. El padre Tatay ha identificado un total de 420 títulos marianos en España que se refieren directamente a plantas o especies vegetales. Concretamente, hay 374 municipios no urbanos que albergan santuarios marianos con nombre “verde” o con referencias vegetales; de ellos, 233 (es decir, el 62,3%) se encuentran ubicados en el territorio de “Natura 2000”, la red europea de áreas protegidas para conservar la biodiversidad. De estas 420 localizaciones, 372 se refieren a 50 especies vegetales definidas. Esto supone el 88,6% del total, mientras que el 11,4% restante (es decir, 48 advocaciones) reciben el nombre de una planta o una realidad vegetal genérica, como flor, bosque, árbol o prado. Un primer grupo incluye la familia Rosaceae, tanto en la forma de las rosas (en La Yedra, pedanía de la ciudad de Baeza, la Virgen tiene la hermosa advocación del Rosel) como en las diversas variedades de espinos, que aparecen con nombres como Nuestra Señora del Espino, de la Zarza o de Arantzatzu. Los orígenes bíblicos se remontan a la teofanía de Moisés ante la zarza ardiente (Cfr. Ex 3,1-6). El género Quercus incluye variedades como el olmo, la encina, el roble o el alcornoque. Nombres marianos como la Virgen de la Encina (muy venerada en la localidad giennense de Baños de la Encina) o del Encinar, Nuestra Señora de la Carrasca o la Virgen de Lluc, están conectados con estas plantas. También reconocemos especies vegetales propias de la Península Ibérica en advocaciones marianas como la Virgen de la Oliva, del Olmo, de la Vid o la Viña, de Atocha (que hace referencia a una gramínea, el esparto, con nombre científico Stipa tenacissima) o Nuestra Señora del Pino (en este caso, el santuario más conocido está en la isla de Gran Canaria). La castaña y el haya son mucho menos frecuentes, de modo que sus advocaciones aparecen únicamente en el Atlántico Norte (Virgen del Hayedo) o en enclaves especialmente húmedos de la zona mediterránea (Nuestra Señora del Castañar). Dejando ya el elemento vegetal, podemos detenernos en los títulos marianos relacionados con elementos geomorfológicos. Así, encontramos referencias a las rocas o las piedras (por ejemplo, la Virgen de la Peña, invocada con amor en la hermosa población de Segura de la Sierra), a las montañas (Montserrat, Monfragüe, Moncayo), al valle (Roncesvalles, Valvanera) o a las cuevas (Covadonga). Y a este respecto, me viene a la memoria Nuestra Señora de Tíscar, patrona de Quesada y muy querida en toda la comarca. Este apelativo de la Virgen, al decir de algunos estudiosos, podría hacer referencia a un «lugar donde hay agua». Parece ser que, en un principio, a esta representación de la Madre de Dios se le llamaba como la Virgen de la Cueva del Agua, pero como el río que suministra agua a esta gruta es el de Tíscar, finalmente el nombre que se impuso fue el de Virgen de Tíscar. También hallamos el nombre de María Santísima en relación con las colinas (Pueyo, Puy, Puig) o los prados (Prado, Vega, Soto). En este contexto, en tierras del Santo Reino contamos con la Virgen del Collado (patrona de Santisteban del Puerto). Y en pleno paraje del Parque Natural de la Sierra de Andújar, en las alturas de Sierra Morena, en la cumbre del Cabezo, brilla con esplendor propio la celestial patrona de la diócesis de Jaén, Nuestra Señora de la Cabeza, que, según una secular tradición, se apareció a un pastor llamado Juan Alonso de Rivas, entre la noche del 11 al 12 de agosto de 1227, mientras se encontraba en aquellos lares apacentando su ganado de ovejas y cabras. En cuanto a la luz y los cuerpos celestes, aparecen santuarios marianos con nombres como Luz, la Estrella, Luna o Sonsoles. El elenco podría continuar y, muy posiblemente, cada lector lo podrá enriquecer y matizar con las advocaciones locales de su zona y con sus propias devociones particulares. Puede ser un buen ejercicio para realizar a lo largo de este mes de mayo. Más allá de recopilar esos nombres o de saborear sus evocaciones, puede ser interesante compartir algunas reflexiones que nos animen a crecer en una espiritualidad que eleve nuestra alma a Dios a partir de la contemplación de la creación. Termino, pues, con tres sugerencias concretas. Primero, es bueno bucear en nuestra propia tradición espiritual y descubrir toda su riqueza. Haremos bien en conocer, valorar y ahondar en todo lo que la religiosidad popular tiene que enseñar en este camino de conversión hacia una verdadera ecología integral. Antes de buscar en otras fuentes seculares o en otras tradiciones religiosas, conviene profundizar en nuestro propio camino católico. Segundo, podemos ensanchar nuestra devoción mariana para que incluya, de un modo más explícito, el cuidado maternal por la casa común. En la encíclica Laudato Si’, el papa Francisco se refiere a la Virgen María como “Reina de todo lo creado” y recuerda: “Ella vive con Jesús completamente transfigurada, y todas las criaturas cantan su belleza. […] Por eso podemos pedirle que nos ayude a mirar este mundo con ojos más sabios” (LS, n. 241). Por ejemplo, cuando participemos en una romería hacia algún santuario mariano, podemos estar especialmente atentos al paraje natural en el que se encuentra, darle gracias al Señor que creó todo con amor, y ser particularmente cuidadosos con la naturaleza circundante. Y, en tercer lugar, conviene captar “la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta” (LS, n. 16), para “escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS, n. 49), sabiendo que “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental” (LS, n. 139). La Bienaventurada Virgen María, la Doncella de Nazaret, la Madre de los tristes y afligidos, de los pequeños y necesitados, es también la Madre de todo lo creado, coronada como Reina y Señora de cielos y tierra. No dejemos de invocarla con serena confianza, con filial devoción, especialmente en esta hora de la historia, tan ardua y compleja, tan sedienta de paz y justicia. Mons. Fernando Chica Arellano Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

Mar 3 Mayo 2022

El trabajo: un valor familiar que santifica

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve - Al comenzar este mes de mayo, celebramos con toda la Iglesia la fiesta de san José Obrero, patrono de los trabajadores, procla­mado por el papa Pío XII en 1955 en un discurso pronunciado en la Plaza de San Pedro en el Vaticano, con la presencia de un grupo de obreros. Allí el Papa dijo: “El humilde obre­ro de Nazaret, además de encarnar delante de Dios y de la Iglesia la dignidad del obrero manual, sea también el próvido guardián de us­tedes y de sus familias”, proclaman­do con ello a san José, maestro de la vida interior y del silencio, patrono de todo ser humano que se dedica al trabajo digno y necesario para la sub­sistencia personal y de la familia. El magisterio de la Iglesia siempre ha reflexionado ampliamente sobre la dignidad del trabajo humano, como una manera de construir persona, fa­milia y sociedad, así lo expresó san Juan Pablo II en ‘Laborem Exercens’, Encíclica que trata sobre el trabajo humano: “mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la na­turaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido se hace más huma­no” (LE 9), destacando con esto que el trabajo tiene la misión de dignifi­car y enriquecer a todo ser humano, que con su esfuerzo transforma su en­torno y también le ayuda a desarrollar sus talentos que ha recibido de Dios. Vivimos en un mundo donde lo mate­rial está teniendo prioridad sobre los valores y las virtudes del Evangelio y por eso al venerar a san José Obrero, se recogen las actitudes de su fideli­dad silenciosa, de la sencillez de vida y del trabajo digno, libre de toda ava­ricia y falto de transparencia que co­rrompe el corazón, para orientar toda actividad laboriosa, hacia un trabajo digno que pone su foco en el servicio a la persona, al bien común y al bien­estar de la familia y de la comunidad. Así lo expresó el Papa Benedicto XVI en ‘Caritas in Veritate’: “Un trabajo que, en cualquier so­ciedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libre­mente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y muje­res, al desarrollo de la comunidad; un trabajo que de este modo haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que per­mita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos…. Un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito per­sonal, familiar y espiritual” (CIV 63). Con esta concepción humana, cristia­na y espiritual del trabajo que dignifi­ca al ser humano, se concibe toda ac­tividad laboriosa como una vocación que viene de Dios y una misión que enriquece a la sociedad, con un valor familiar que, en la sencillez de la vida de un obrero, se hace también cons­tructor del Reino de Dios en medio de la comunidad. Así lo expresa San Juan Pablo II cuando afirma: “El tra­bajo es el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre. En conjunto se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de los puntos de re­ferencia más importantes, según los cuales debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano” (LE 10). San José fiel custodio de Jesús le enseñó el arte de trabajar y con ello dignificó toda actividad humana ho­nesta y sencillas que sirve a cada fa­milia para llevar el pan a la mesa de sus hogares. Así lo ex­presa Aparecida cuan­do afirma: “Jesús, el carpintero (Cf. Mc 6, 3), dignificó el trabajo y al trabajador y re­cuerda que el trabajo no es un mero apén­dice de la vida, sino que constituye una dimensión fundamen­tal de la existencia del hombre en la tierra, que garantiza la digni­dad y libertad del ser humano” (DA 120), contribuyendo con ello al desarrollo integral de cada persona. En la espiritualidad del trabajo hu­mano también se reconoce la fatiga, el esfuerzo y a veces el dolor de cada día, en una tarea que resulta exigen­te, pero que también debe ayudar a la santificación de cada uno, uniendo el sacrificio y la fatiga a la Cruz reden­tora de Nuestro Señor Jesucristo. Así lo expresa Aparecida cuando afirma: “Damos gracias a Dios porque su palabra nos enseña que, a pesar de la fatiga que muchas veces acom­paña el trabajo, el cristiano sabe que este, unido a la oración, sirve no sólo al progreso terreno, sino también a la santificación personal y a la construcción del Reino de Dios” (DA 121), de tal manera que a ejemplo de San José Obrero, se debe aprovechar el trabajo que cada uno realiza, para convertirlo en instru­mento que busca la santidad personal y familiar. Los animo a que sigamos adelante con la alegría de la fe, la esperanza y la caridad que se solidifica con el ejercicio del trabajo humano, siendo misioneros para proclamar el Evan­gelio de Jesucristo, fortaleciendo desde Nuestro Señor, la dignidad de la persona humana, la vida, la fami­lia, el trabajo, y de esta manera, vivir en la sociedad perdonados, reconci­liados y en paz, a ejemplo de la fa­milia de Nazaret. Encomiendo a la fiel custodia de san José a todos los trabajadores, que se esfuerzan por dar testimonio de honestidad y honradez con la misión que realizan cada día. En unión de oraciones, sigamos adelante. Reciban mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Vie 29 Abr 2022

Anunciemos que Cristo vive

Por: Ricardo Tobón Restrepo - Estamos celebrando el tiempo de Pascua que nos lleva a interiorizar y a asumir cada vez mejor lo que significa que Cristo está vivo, que sigue en medio de nosotros, que nos trasmite su vida y que su victoria es nuestra victoria. La Pascua de Jesús es el centro del año litúrgico porque es el centro mismo de nuestra fe. Romano Guardini dice: “La fe cristiana se mantiene o se pierde según se crea o no en la resurrección del Señor. La resurrección no es un fenómeno marginal de esta fe; ni siquiera un desenlace mitológico que la fe haya tomado de la historia y del que más tarde haya podido deshacerse sin daño para su contenido: es su corazón”. Pascua, tiempo de alegría. Estos cincuenta días de Pascua, una “semana de semanas”, son una verdadera fiesta en el Señor. El triunfo de Cristo sobre la muerte debe generar en nosotros una profunda alegría que nos conduzca a vivir confiados en el poder amoroso de Dios y a construir una profunda unidad entre nosotros. No es fácil describir esta alegría, que no se identifica con la diversión y el placer, sino que es paz, consolación, fortaleza interior, gozo en el Espíritu Santo. Es preciso aprender a vivir y a irradiar esta alegría, que el mundo no sabe dar y que brota del sepulcro glorioso del Señor. Pascua, tiempo del auténtico amor. El Resucitado nos da su Espíritu, con el que ha servido a todos y ha entregado la vida por la salvación del mundo. La Pascua nos hace sentir que somos el cuerpo de Cristo y que participamos de todas las situaciones dolorosas en que se encuentra la humanidad. Así nos implica en las obras de misericordia, rompiendo el muro del egoísmo, venciendo el afán materialista del tener y del disfrutar y situándonos de un modo concreto en el amor del Padre para llevar al mundo del trabajo, de las relaciones y del sufrimiento, la ayuda concreta de la caridad. Pascua, tiempo de la comunidad. En torno al Resucitado se congrega su familia que es la Iglesia y que encuentra, especialmente en el lenguaje luminoso de la Eucaristía y los demás sacramentos, su presencia y su actuación salvadora. En la comunidad lo experimentamos no como un personaje del pasado, sino como el pastor y el amigo que nos mira, nos acompaña y nos envía a la misión. La Pascua es un tiempo y una gracia que nos invita a levantar el corazón para convertirnos y abrazarnos en la fraternidad y la solidaridad, verdaderas expresiones de la vida resucitada. Pascua, tiempo de testimonio. Jesús resucitado confía a sus discípulos la tarea de ser testigos y ellos van por todas partes diciendo que no pueden callar lo que han visto. Hoy, cada discípulo, con los ojos de los apóstoles, debe proclamar que él es la luz y la verdad indispensables en medio de las inquietudes y miedos de nuestra sociedad, de los sufrimientos de las familias, de los bloqueos sociales y culturales que atravesamos. No debemos esconder ni dar por supuesto este anuncio; es el eje de la evangelización. El testimonio pascual es la característica específica del cristiano. Pascua, tiempo de santidad. San Pablo escribe a los Colosenses: “Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios; aspiren a las cosas de arriba, no a las de la tierra”. Hemos entrado en una realidad nueva: “nuestra vida está oculta con Cristo en Dios”. Por tanto, debemos aprender la libertad frente a las cosas del mundo, asumir la nueva forma de ser que nos señalan las bienaventuranzas y proyectarnos hacia el futuro dentro del plan de Dios. Se trata de apropiarnos en serio la gracia del Bautismo, que renovamos en la noche de Pascua. Pascua, tiempo de esperanza. Es necesario aceptar con sabiduría las pruebas, tribulaciones y persecuciones a las que estamos sometidos. Recordemos lo que Jesús ha dicho: “Si el mundo los odia, sepan que primero me ha odiado a mí… Tendrán tribulaciones en el mundo, pero tengan confianza. ¡Yo he vencido al mundo!” Solamente Cristo puede mantenernos en el camino de la gracia, del amor infinito de Dios, de la verdad y del bien. Recorrer el camino con Cristo es poder hacer una historia nueva a nivel personal y comunitario, es ir realizando la máxima aspiración del hombre, la resurrección. + Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Lun 25 Abr 2022

¿Resucitamos con Cristo? Cinco signos de vitalidad cristiana

Por: Mons. Elkin Fernando Álvarez Botero - Me llegó un mensaje en la primera semana de pascua que decía algo como esto: “Si has resucitado con el Señor, deben permanecer en tu vida los signos de la vida del Resucitado; que no se te acabe la alegría de seguirlo y de testimoniarlo”. Recordé entonces que el Apóstol Pablo, no pocas veces en sus cartas, quiso exhortar a sus comunidades de la misma manera, esto es, invitándolas a enseñar los signos vitales que dan prueba de haber resucitado con Cristo. ¿Cuáles son esos signos vitales? Les propongo cinco que aparecen en los textos bíblicos: Buscar las cosas de allá arriba (cf. Col 3,1-2): Lo pide San Pablo a la comunidad de Colosas. Se trata de una invitación a la esperanza de eternidad, pero es también una consigna que lleva a los cristianos a dejarse guiar en toda su vida por los criterios del Evangelio. El Apóstol contrapone esta actitud con la aspiración de lo terreno, de la cual dice que hay que darle muerte, o con el “hombre viejo”, del que hay que despojarse para revestirse del “hombre nuevo”. Son signos de muerte la mentira, el odio, la inmoralidad, la idolatría de la codicia, la cólera, la ira, la maldad. En cambio, son signo de vitalidad cristiana la misericordia, la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia, el perdón y, sobre todo, el amor, al que se llama “el broche de la perfección”. No tener miedo (cf. Mt 28,5.10): Es una insistencia del Resucitado cada vez que se muestra a los discípulos; también les pide que no se desesperen o que no alberguen dudas en su interior. Así, el Señor nos invita a la confianza, a la audacia y a la certeza de su presencia. Estos son signos, por tanto, de vitalidad cristiana. Los proyectamos ante todo en una acción pastoral más valiente y convencida; una evangelización que no tenga dudas de que la resurrección de Cristo es la gran noticia de la historia que no se puede callar. Acoger la paz y transmitirla (cf. Lc 24,36): Cristo entrega la paz; es como su saludo característico. No se trata de una frase protocolaria; es una realidad que se actúa en el encuentro con el Resucitado y que viene sólo de él. Él es la paz, con su misterio pascual hemos alcanzado este don precioso. Acoger y ser artesanos de paz es un signo inconfundible de vitalidad cristiana. No podemos olvidar que es la paz de Cristo, que no es la misma que nos da el mundo. Comprender las escrituras (cf. Jn 20,9; Lc 24,25-27): Los relatos bíblicos pascuales, especialmente en Lucas y Juan, se refieren a esta comprensión de las escrituras como un camino para reconocer al resucitado. Es signo de vitalidad cristiana meditar y nutrirse de la Palabra que es el sustento y vigor de la tarea evangelizadora en la Iglesia. Reconocer a Cristo en el partir del pan y saber repartir el pan (cf. Lc 24,35-43): Bien conocemos que los discípulos reconocen a Cristo cuando él parte el pan. Sorprende, además, que Jesús resucitado en sus apariciones pida algo de comer o invite a comer a sus discípulos. La alusión es claramente eucarística, especialmente en cuanto ella es comunión, unidad y fraternidd. Tenemos signos vitales del resucitado en nosotros cuando la Eucaristía que se convierte cada vez más en el alimento que nos fortalece espiritualmente y cuando esta vivencia se traduce en caridad efectiva con nuestros hermanos, particularmente con los más pobres y necesitados. Revisemos, pues, estos signos en nuestra existencia y práctica cristiana; ellos nos dirán si verdaderamente hemos resucitado con Cristo. + Elkin Fernando Álvarez Botero Obispo de Santa Rosa de Osos

Mié 20 Abr 2022

“¡Es Verdad, el Señor ha Resucitado!” (Lc 24, 34)

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve - Con esta fórmula el evan­gelista Lucas resume el acontecimiento decisivo que contiene toda nuestra fe, toda nuestra esperanza y la razón de ser de la caridad, que se tiene que hacer real en nuestra vida cristia­na en este día en que celebramos la resurrección del Señor. La pro­clamación de la Resurrección de Jesús, es fundamental para dar ci­miento a la fe, tal como lo señaló el Apóstol san Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes no tiene sentido y siguen aún sumidos en sus pecados” (1 Cor 15, 17). La Resurrección de Jesucristo es la revelación suprema, la mani­festación decisiva para decirle al mundo que no reina el mal, ni el odio, ni la venganza, sino que rei­na Jesucristo Resucitado que ha venido a traernos amor, perdón, reconciliación, paz y una vida renovada en Él, para que todos tengamos la vida eterna. Si Cris­to no hubiese resucitado realmen­te, no habría tampoco esperanza verdadera y firme para el hombre, porque todo habría acabado con el vacío de la muerte y la soledad de la tumba. Pero realmente ha resu­citado, tal como lo atestiguan los evangelistas: “Ustedes no teman; sé que buscan a Jesús, el Cruci­ficado. No está aquí, ha Resuci­tado como lo había dicho” (Mt 28, 5 - 6). Él es la fuente de la ver­dadera vida, la luz que ilumina las tinieblas, el camino que nos lleva a la salvación. Nuestro caminar diario tiene que conducirnos a un encuentro perso­nal con Jesucristo vivo y Resuci­tado, “que me amó y se entregó por mí” (Gal 3, 20), y ahora Resu­citado vive y tiene en su poder las llaves de la muerte y del abismo, para rescatarnos del mal que nos conduce a la muerte y darnos la verdadera vida, la gracia de Dios que nos renueva desde dentro con una vida nueva, para así conver­tirnos en misioneros del Señor Resucitado, según su mandato a los discípulos: “vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bau­tícenlos para con­sagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíri­tu Santo, enseñán­doles a poner por obra todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fi­nal de los tiempos” (Mt 28, 19 - 20). Así lo entendieron los primeros discípulos que vieron a Jesucris­to y lo palparon Resucitado. Pe­dro, los Apóstoles y los discípulos comprendieron perfectamente que su misión consistía en ser testigos de la Resurrección de Cristo, por­que de este acontecimiento único y sorprendente dependería la fe en Él y la difusión de su mensaje de salvación. También nosotros en el momento presente somos testigos de Cristo Resucitado, que como bautizados estamos llamados a llevar a cabo la misma misión de Cristo que ha venido a traer per­dón, reconciliación y paz. La primera palabra de Jesús para los discípulos fue de paz y solo esa palabra fue suficiente para que se llenaran de alegría y todos los miedos, dudas e incertidumbres que tenían quedaran atrás y se convirtieran en fuente de espe­ranza para muchos que estaban atentos al mensaje de salvación. Un mensaje de paz que contiene la misericordia y el perdón del Padre Celestial. Con este mensaje los discípulos fueron enviados a anunciar la misericordia y el per­dón: “A quienes les perdonen los pecados les quedan perdona­dos” (Jn 20, 23), de­jando la paz a todos, porque no puede exis­tir paz más intensa en el corazón que sen­tirse perdonado. Esa realidad renueva toda la vida, para que siga­mos adelante en este esfuerzo misionero de comunicar a Jesucris­to Resucitado. Dejemos a un lado nuestras amarguras, resentimientos y tristezas. Ore­mos por nuestros enemigos, per­donemos de corazón a quien nos ha ofendido y pidamos perdón por las ofensas que hemos hecho a nuestros hermanos. Deseemos la santidad, porque Dios hace nuevas todas las cosas. No temamos, no tengamos preocupación alguna, estamos en las manos de Dios. La Eucaristía que vivimos con fervor es nuestro alimento, es la esperan­za y la fortaleza que nos conforta en la tribulación y una vez forta­lecidos, queremos transmitir esa vida nueva con mucho entusiasmo a nuestros hermanos, a nuestra fa­milia, porque “¡Es verdad, el Se­ñor ha Resucitado!” (Lc 24, 34). La esperanza en la resurrección debe ser fuente de consuelo, de paz y fortaleza ante las dificulta­des, ante el sufrimiento físico o moral, cuando surgen las contra­riedades, los problemas familia­res, cuando vivimos momentos de cruz. Un cristiano no puede vivir como aquel que ni cree, ni espera. Porque Jesucristo ha Resucitado, nosotros creemos y esperamos en la vida eterna, en la que viviremos dichosos con Cristo y con todos los santos. Necesitamos esforzar­nos constantemente para estar más cerca de Jesús. Tenemos esta posi­bilidad gracias a su Resurrección. Podemos sentir como san Pablo, que dijo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20). Los animo a que sigamos ade­lante, en ambiente de alegría pas­cual y gozo por la Resurrección del Señor. Que la oración pascual nos ayude a seguir a Jesús Resu­citado con un corazón abierto a su gracia y a dar frutos de fe, espe­ranza y caridad para con los más necesitados y siempre puestos en las manos de Nuestro Señor Jesu­cristo, que es nuestra esperanza y bajo la protección y amparo de la Santísima Virgen María y del glo­rioso Patriarca san José, que nos protegen. En unión de oraciones, sigamos adelante. Reciban mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Sáb 16 Abr 2022

Pascua al estilo sinodal

Por: Luis Fernando Rodríguez Velásquez - “Dos de los discípulos iban a un pueblo llamado Emaús… En el camino iban hablando de todo lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y siguió caminando con ellos” (Lucas 24, 13 - 35). Este pasaje del encuentro de Jesús resucitado con los discípulos, nos pone en sintonía de fe, para entender mejor lo que significa la Pascua, la victoria de Cristo sobre la muerte, y para indicarnos la forma como debe vivirse en este 2022: Con la pasión, muerte y resurrección de Jesús, la muerte ha sido vencida, hemos sido liberados de las ataduras del maligno, hemos sido recreados en Cristo, por eso damos gracias. Con el don del Espíritu Santo que el Resucitado hace a los discípulos, estamos llamados a tomar conciencia de los compromisos del bautismo, de manera que seamos testigos creíbles de su persona y su mensaje. Con la victoria de Cristo, estamos llamados a morir con Él, para resucitar con Él a una vida nueva. Regenerados en Cristo, no hay lugar para la tristeza, ni para la nostalgia de los tiempos pasados, como lo hiciera el pueblo de Israel añorando los alimentos de Egipto. Es la alegría de la vida nueva que nos permite mirar el futuro con ilusión, aún en medio de las atrocidades del mundo. Con la Pascua de Jesús, debemos ser valientes para vivir cada uno su propia pascua, esto es, dar el paso de la muerte a la vida, de la vida de pecado a la vida de la gracia, de la desesperanza a la esperanza. Con la Pascua que hemos vivido, debemos ser capaces de descubrir a Jesús que se hace compañero de camino, que nos habla, nos instruye, se nos revela y nos fortalece con el fuego que arde en el corazón. Como fruto de la Pascua 2022, debemos imitar a los discípulos, que caminaban juntos con Jesús, que juntos salen presurosos a anunciar “lo que han visto y oído”, que juntos oran con María, que juntos esperan la llegada del Espíritu Santo. En la Pascua 2022, la semilla de la solidaridad, del servicio mutuo, de la ayuda a los más pobres y necesitados, debe dar realmente frutos de caridad eficaz. En la Pascua 2022, el saludo de Jesús Resucitado, “paz a ustedes” deberá resonar sin cansancio. Vivir la pascua, con el corazón, tendrá que hacer de cada uno artesanos de la paz. Con la Pascua 2022, se debe fortalecer nuestro sentido de Iglesia. Somos la Iglesia del Señor resucitado, somos presencia de su amor, somos familias que, caminando unidas, esparcimos el suave olor de Cristo. +Luis Fernando Rodríguez Velásquez Obispo Auxiliar de Cali

Lun 11 Abr 2022

Celebrar bien y participar con fe

Se aproxima la fiesta mayor de los cristianos: la Pascua de Resurrección. - Estuvo caracterizada hasta hace poco por una especie de alto en el camino de toda la sociedad para darle un realce especial. Eso ya no es así y los cristianos, en concreto los católicos, deben hacer todo lo posible para que estos días tengan el carácter espiritual que les da la identidad específica y profunda. Todavía el calendario civil facilita las celebraciones religiosas dejando como días festivos el Jueves Santo y Viernes Santo, que se complementan con el Domingo de Ramos, la Vigilia de Resurrección el sábado en la noche, y el Domingo de Pascua. Queda aún, ciertamente, una buena posibilidad de realizar cuidadosamente las celebraciones de los días santos de la fe católica. Para que lo anterior sea realizable, la Iglesia y el pueblo de Dios cuentan con los sacerdotes que presidirán las liturgias de los días santos. Es de la mayor importancia que todos los actos que se realizan en la Semana Mayor estén preparados en la mejor forma posible y, sobre todo, celebrados con todo el cuidado e importancia que les corresponden. La liturgia de la Iglesia, celebrada con respeto y esmero, es de por sí toda una catequesis y posee un lenguaje muy propio, lleno de signos y palabras que alimentan y visibilizan la fe en los fieles. No conviene que las celebraciones de estos días santos se presten para ensayos, cosas raras, omisiones indebidas, pues se desdibuja el contenido de lo que se celebra y se debilita la fe. Ojalá cada sacerdote esté desde ahora preparando cada detalle de las celebraciones que presidirá y preparando muy sesudamente sus predicaciones para que los misterios de Dios sean expuestos y dados en abundancia a todos los fieles. En esta línea, no es de menor importancia la participación consiente y activa de todos los católicos que harán presencia en templos y otros lugares de celebración. Por fortuna, hoy en día este tipo de participación es más notoria en todos los niveles de la vida eclesial. Sin embargo, no está de más insistir en la conveniencia de aproximarse a los días santos habiendo realizado la confesión sacramental. De igual manera, de instruirse previamente para que se pueda obtener un mayor fruto de cada una de las celebraciones litúrgicas, que son abundantes en estos días. Una persona bautizada que realice todo el itinerario litúrgico y de actos piadosos que la Iglesia ofrece en la Semana Mayor podrá obtener mucho fruto para su vida espiritual y para su propia conversión. Conviene insistir, como se hace desde hace varios años en la Iglesia, en la importancia de que cada bautizado se preocupe por celebrar cristianamente estas fiestas de la Pascua y los días que la preceden. El “gran enemigo” hoy en día es el carácter absolutamente disoluto y vacacional que ha transformado unos días santos en simples días de recreación. Colombia tiene el privilegio de que no hay municipios sin parroquias y que en prácticamente toda la geografía nacional hay sacerdotes llevando las celebraciones de la fe. En el lugar que se encuentre un creyente comprometido puede contar con que la Iglesia le ofrecerá las celebraciones principales de su fe. Ojalá los fieles correspondan al esfuerzo que el clero hace en estos días por llevarle los misterios santos. Finalmente, celebrar bien la Semana Mayor y participar con gozo de este momento eclesial, ayuda mucho a mantener viva la fe, a consolidar la identidad de cada creyente y a darle a la sociedad colombiana, siempre agitada y polarizada, unos momentos de reposo, reflexión y fraternidad que están haciendo mucha falta. Oficina Arquidiocesana de Comunicaciones Fuente: Dirección El Catolicismo